El Ministerio de Educación acaba de publicar un estudio que indica que uno de cada tres estudiantes cree que la violencia es un método válido para resolver conflictos. La evidencia de estas cifras se refleja en las tomas de las universidades, fenómeno que, a estas alturas, muchas casas de estudios parecieran asumir como un hecho inevitable, normalizando una práctica que, pese a todo, es ilegal.
La solución no es sencilla. Las instituciones y las dirigencias estudiantiles se encuentran distanciadas por una brecha que es tan generacional como cultural. Las dinámicas que surgen al alero de las tomas evidencian una completa desconexión entre ambas partes, como si, mientras unos vieran la realidad con forma esférica, otras la vieran cúbica. Aun cuando puedan compartir aspiraciones, alumnos y académicos, dirigentes estudiantiles y autoridades institucionales funcionan con distintas lógicas de relacionamiento. Para unos, el petitorio, el paro, la toma, sientan el comienzo de un proceso de críticas. Se saltan el diálogo para pasar a la movilización, porque, o no confían en lo anterior, o lo desconocen o ven el mundo al revés.
Para otros, las movilizaciones son medidas extremas, sólo válidas cuando todo recurso de comunicación se ha quebrado. Porque estas medidas no conllevan planteamientos, sino exigencias impuestas como condiciones mínimas (y máximas) que no dan espacio a una opinión distinta.
Una toma genera artificialmente bandos, como si se estuvieran enfrentando buenos y malos. Y eso es lamentable. Porque, en el fondo, no hay guerra cuando la causa final es la misma, cuando tanto académicos como estudiantes pretenden el mejoramiento de una institución, de la educación o de los derechos asociados a ellas. La universidad nació así: en el pacto implícito de aprendices y maestros que, en la Edad Media, se asociaron para defender sus intereses ante autoridades civiles.
El pacto siempre ha estado ahí. Sin embargo, quienes participan de una toma no lo ven así. Ellos, al parecer, ven enemigos, de manera que la toma acaba transformándose en un escenario en el que los dirigentes pelean contra molinos de viento, convencidos de batallar contra gigantes. El problema es que no logran ver que los molinos son molinos, y que el adversario no es el otro, sino los problemas que, en conjunto, se deben solucionar.
La historia de nuestro país, además, nos ha demostrado que, cuando se utiliza la violencia como un método para resolver conflictos, los resultados terminan siendo lamentables.
Siempre habrá aspectos a mejorar en las universidades, pero la solución requiere de un trabajo conjunto de todas las partes, y de una confianza que se construye a diario, en la relación cotidiana del diálogo y el debate que son propios de la naturaleza de la universidad.