Sobre el calentamiento global en serio
No faltan quienes dicen que no hay más remedio que sustituir el sistema capitalista. Pero someter al mundo a las conocidas penurias de las fracasadas recetas socialistas es un sinsentido. Claudio Oliva Ekelund, Profesor de Derecho Universidad de Valparaíso
La semana pasada, los termómetros se dispararon a niveles récord en Europa, superando los 42 grados en París. Tales sucesos se sumaron a una cascada de recientes malas noticias relacionadas con el clima mundial, que ha derretido el optimismo que pudo abrigarse hace pocos años. En octubre pasado, un nuevo reporte del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU, que recoge el consenso científico sobre la materia, concluyó que el máximo tolerable de aumento de la temperatura en relación a la era preindustrial es de 1,5 grados y no de 2 como se había asumido, lo que requeriría reducir las emisiones de CO2 respecto de los niveles de 2010 en un 45% en 2030 y conseguir su completa neutralización en 2050. Tales emisiones habían registrado una esperanzadora caída a nivel planetario en 2015. Pero desde entonces han vuelto a aumentar y cada año más que el anterior. Datos parecidos nos llegan sobre la selva amazónica, cuyo ritmo de deforestación, luego de experimentar un drástico declive entre 2005 y 2012, se acelera de nuevo.
No faltan quienes nos dicen que no hay más remedio que sustituir el sistema capitalista. Pero la pretensión de someter al mundo a las conocidas penurias de las fracasadas recetas socialistas es un sinsentido que solo se explica por una cruel terquedad ideológica, comparable a la de quienes niegan la evidencia del calentamiento global. Otros pregonan el cambio en nuestra vida cotidiana, a veces con un tono cercano a lo religioso. Pero, aunque algunas ayudan, muchas de esas iniciativas contribuyen más a la autoestima o la imagen de sus protagonistas que a la solución del problema.
Lo más importante es reformar una vez más el capitalismo mediante apropiados incentivos de mercado provenientes de una intervención estatal sensata. En enero, un grupo de economistas ideológicamente plural, donde estaban desde Alan Greenspan hasta Amartya Sen, y que incluyó a 27 premios Nobel, abogó por la introducción de un impuesto creciente a los combustibles en función de las emisiones de carbono que produzcan, como el que adoptó el año pasado el gobierno liberal de Canadá. La evidencia sobre el efecto de esos impuestos en la reducción de emisiones es muy positiva. A la vez, hay muchas formas de compensar las consecuencias negativas que podrían producir, especialmente para los más vulnerables. No es necesario aumentar la carga tributaria, porque ese impuesto podría ser compensado con la reducción de otros, especialmente los más regresivos, como el IVA. También se podría subsidiar a los menos adinerados más afectados por el impuesto. O, como plantearon los economistas aludidos, se podría devolver todo o parte de la recaudación en partes iguales a los ciudadanos, de modo que los que menos contaminan resultaran económicamente beneficiados.
En Chile, donde el diesel, aunque es más contaminante que la bencina, paga menos impuestos que ésta, y donde muchas empresas de transporte pueden evitar el impuesto a los combustibles, hay mucho que hacer en la materia. Esos son los temas que cualquier análisis serio sobre el problema, que no se quede en un retrógrado oportunismo ideológico ni en la autoadoración narcisista, debe abordar.