Nuevamente, la abstención protagonizó el último proceso electoral. Los partidos apenas lograron movilizar a sus propios militantes. Prevengamos que no es posible identificar una razón única. El recurso retórico a la mal llamada mayoría silenciosa solo busca reforzar las pretensiones políticas de quien lo invoca. No hay forma de asegurar qué motivó la abstención. Pero sí podemos especular al respecto, interpretando los antecedentes disponibles.
La participación política en instancias formales viene decayendo hace años, fenómeno que la clase política no ha logrado revertir. En paralelo, la participación política informal va en alza, no solo por el movimiento estudiantil (que ha condicionado gran parte de la agenda pública y legislativa, al menos desde 2006), sino también por diversas movilizaciones relacionadas con medio ambiente, descentralización, pueblos originarios, minorías sexuales y violencia de género, entre otras, todas insatisfechas.
Los recientes actos de corrupción, tanto de la clase política como del gran empresariado y de la jerarquía eclesiástica, han generado un clima generalizado de desconfianza, pero no solo contra la política, sino contra el poder. La guinda de la torta: cómo el aparato estatal reprime, con su policía, uno de los pocos espacios públicos, abiertos y gratuitos aún disponibles para la manifestación política del pueblo: la calle. Adolescentes, estudiantes, trabajadores, mapuches, mujeres, hasta funcionarias del INDH han denunciado vejámenes y torturas policiales.
Así, el resultado es desfavorable para una de las claves con las que debiera ser analizada la participación ciudadana en las pasadas primarias: la percepción ciudadana del ejercicio del poder, en especial del poder político, condiciona las instancias a través de las cuales escoge participar.
La clase política ha dado señales contradictorias: declara incentivar la participación política, pero reprime la movilización social y dificulta las instancias formales. Un buen ejemplo lo encontramos en el proceso constituyente que impulsa el Ejecutivo, con poca convicción. Por primera vez en la historia de Chile, tenemos la posibilidad de redactar una Constitución democráticamente, sin muertos mediante. No es poco. Pero antes que fomentar la deliberación ciudadana, se impone un diseño trabado, consultivo y excesivamente formalizado, con plazos estrechos y sin metodologías claras para elaborar sus conclusiones o el proyecto que será presentado al Congreso.
Qué podemos concluir. La clase política está contra las cuerdas a causa de sus propias miserias, pero no confía en la participación ciudadana ni siquiera como un escape a la crisis de legitimidad a la que nos ha arrastrado. Su crisis solo puede resolverse ampliando y profundizando los canales de participación política; es decir, con más democracia. Pero la clase política, cada vez más sola y ensimismada, parece no estar dispuesta a abrir las ventanas y ventilar. Contiene en extremo la participación política del pueblo, con la secreta aspiración de anular su fuerza transformadora: hubo primarias en menos de un tercio de las comunas y solo en tres de ellas participaron las dos principales coaliciones. Además, no hay efectiva democracia interna en los partidos y la ley electoral no permite contiendas políticas reales. En estas condiciones, el pueblo no se siente convocado a participar en simulacros de democracia. Esa masa amorfa y vociferante, ninguneada incluso como titular legítimo del poder político, está hastiada de ser relegada a un segundo plano.
"La clase política está contra las cuerdas a causa de sus propias miserias, pero no confía en la participación ciudadana ni siquiera como un escape a la crisis de legitimidad a la que nos ha arrastrado. Su crisis solo puede resolverse ampliando y profundizando los canales de participación política; es decir, con más democracia
Profesor de Derecho,
Universidad de Valparaíso
Jaime Bassa