Relaciones pedagógicas y convivencia escolar
Imaginemos una sala de clases entendida no desde un escenario estático de sillas alineadas hacia un pizarrón, sino más bien, como un espacio de reunión que convoca experiencias de aprendizaje, desde perspectivas integradoras, donde se traspasan las fronteras de las paredes, y se extiende la comunidad.
Un lugar con una gramática espacial diferente donde hay un nuevo orden que apunta a favorecer comprensiones y la generación de correspondencias afectivas. Un espacio de seguridad creativa y respetuosa y de la posibilidad de un abordaje de contenidos propios de cada nivel escolar. Se crea así, un espacio crítico natural. Un espacio amoroso donde se reconoce a los estudiantes como sujetos diversos.
Si además, la pensamos como un lugar donde se rescatan las biografías de los estudiantes y no se invisibilizan sus historias, donde se puede participar de proyectos que vinculan el conocimiento propio y la experiencia local; implica ciertamente avanzar en una pedagogía transformadora.
Imaginemos también que es un lugar donde hay un profesor que trabaja desde la potencialidad de los aprendizajes de sus alumnos, y no desde sus carencias. Un profesor con optimismo pedagógico, que utiliza la mediación por sobre la explicación, la tarea de nivel alto; que va desde lo familiar a lo complejo y viceversa, que vincula y da significado a la experiencia, que desarrolla sentimientos de competencia; que aborda la incertidumbre como acto necesario para indagar y desarrollar respuestas; que incentiva el autoestudio por sobre dictámenes de verdad.
Una escuela que moviliza conciencia social que trabaja con los problemas reales, aquellos que los estudiantes perciben diariamente, aquellos que se escapan a los contenidos aislados y desapegados de una cultura y sociedad en que se vive y que desde allí desarrolle contenidos e indagaciones. Una escuela natural, alegre, dialógica, cooperativa y participativa, que respeta al niño y desarrolla su autonomía, que crea conciencia y responsabilidad social.
Nos hemos alejado de la pedagogía y, peligrosamente, nos hemos situado en una racionalidad técnica que inhibe procesos reflexivos, creativos y críticos y vuelve torpe a la escuela porque la enajena. Cuando se trabaja desde esta racionalidad técnica, la escuela se describe a sí misma como un lugar que trasmite conocimiento y que regula su acción para conducir un proceso educativo. Regulación entendida como asegurar verdades y conocimientos, planificaciones de papel y sobreevaluaciones. La escuela así pierde el sentido, se rigidiza y se naturaliza una forma de entender ritual, donde los estudiantes escuchan y repiten.
Las escuelas, de algún modo, deben recuperar la pedagogía con el rescate de la experiencia, diálogo, creatividad y cooperación y transitar menos en la regularidad de las situaciones, en la generación de sistemas homogéneos y hegemónicos que solo perpetúan condiciones de desigualdad profunda.
Cuando profesores y estudiantes tienen la posibilidad de establecer diálogos verdaderos concediendo a los estudiantes vinculaciones afectivas, como también voz y voto en la construcción de sus experiencias de aprendizaje, donde se enseña a reflexionar antes de pedir reflexión, donde se escucha a los estudiantes y luego se crean prácticas de acuerdo a lo oído y donde el papel del profesor no se reduce a comunicar supuestas verdades, es una escuela con responsabilidad social.
En esta escuela, cuestiones tan simples o complejas, como, comprender algo, descubrir, valorar, saber leer y escribir con sentido, experimentar, disfrutar aprendiendo, entre otras, significan construir una experiencia distinta que resitúa emociones y cogniciones y que propicia nuevas formas de convivir entre y con los estudiantes.