Una novela podía complicar a un sistema político. Así era en el siglo XX. Yo el Supremo de Roa Bastos y el Señor Presidente de Asturias, y también El Otoño del Patriarca de García Márquez, y otros, fueron libros problemáticos para el poder político. Y son toda una saga que se llamó la novela de dictadores, y supuso una infinidad de estudios literarios. Era un periodo cultural oscurantista. Eran obras que daban cuenta de un caudillo criminal y delirante que sometía a un país, y era un esbirro del imperialismo.
Yo formo parte de un colectivo de escritores de provincia llamado Pueblos Abandonados, y siempre nos ha tocado vivir en pueblos pequeños (infernales), en donde todavía se vive con el espíritu del siglo anterior y sólo con algunos rasgos del presente. Y por eso hacemos la homología y me pregunto "¿por qué no escribir una novela de alcalde, en dónde aún sobrevivan las tensiones de la más primitiva política, con censura y secretismo?".
La composición de una obra así debe pasar de la imagen patética de un uniformado tapizado de jinetas, a la de un caudillo local desastrado y con un estilo más horizontal, tributario de algún poder fáctico capitalino, con oficina en la provincia. Eso al menos a nivel de caricatura. La novela de alcalde pondrá en conflicto varios mundos, algunos de ellos están presentes en la novela criollistas, cohabitando con corrientes modernas sofisticadas, como la gentrificación o la parcelación del territorio, o incluso la balnearización del mismo.
El ejercicio local del poder es reemplazado por una impostura democratoide centrada en el tema mediático, en el populismo clientelista y en la corrupción de baja intensidad, aunque con redes más siniestras que pueden incluir la droga y cierto comercio sexual sofisticado.
En este caso concreto se podría narrar la historia de un piquete de universitarios que se benefician del vacío que deja una crisis de representación, porque las viejas prácticas de la política entran en crisis terminal. El nuevo escenario de la cosa pública da cuenta de una comunidad que decide, por efecto laboratorio, aprovechar su condición de ciudad universitaria y posibilita que unos muchachos se hagan cargo de la municipalidad, para castigar a los viejos caudillos decadentes.
Esta alianza entre la comunidad y los estudiantes, ambos apoyan la gratuidad de la educación, es clave en esa trama que nutre el mito de que la universidad es un ascensor social.
La obra narrativa debe relatar un nuevo modo de operar de la cosa pública por parte de un equipo de post adolescentes que despliegan su despotismo ilustroso. El sentido común popular valora la ingenuidad de los muchachos, porque no saben "meter las manos". La tesis del relato, en cambio, postula que los chicos, y esto es pura ficción, exhiben una voluntad de poder de carácter enfermiza, distinta a la tradicional, alimentada por una orfandad que tiene como objetivo simbólico la venganza contra la imagen de un padre degradado por el fracaso épico de una catástrofe anterior.
El niño alcalde, que así podría llamarse la novela, tiene entre sus manos, junto a su equipo de adlátares, un acontecimiento político complejo que administrar. Hay un irremediable histórico que invade la trama, el surgimiento de una nueva clase política, que utiliza el mismo paradigma de la vieja, porque simbólica o hamletianamente necesitan matar al padre, no sin antes reproducir, placentera y odiosamente, sus vicios.
Ahora, hay que buscar la locación y llenar de episodios el relato.
Marcelo Mellado