El viaje final de los caballeros del mar
La gloria del 21 de mayo tiene más que ver con cómo nos orgullecemos de nuestras heridas y nuestra historia, que con la batalla en sí. Al final del día, los mejores héroes terminan siendo los trágicos, quienes saben que honor y grandeza no van de la mano de las luces, sino que de la noche más oscura.
En su precioso capítulo titulado El viaje final de los caballeros del mar, incluido en el libro Prat, editado por la Armada hace dos años, la historiadora Marcela Bañados Norero levanta un formidable reconocimiento a los escuderos del héroe de todos los héroes. Entre ellos, los que se cubrieron de gloria a cambio de un detalle no menor como fue la entrega de sus vidas por la Patria, están el teniente Ignacio Serrano y el sargento Juan de Dios Aldea, quienes secundaron a Prat en el abordaje más famoso de la historia del Océano Pacífico. Se agrega a ellos el noble y heroico capitán peruano del Huáscar, Miguel Grau, quien tuvo la grandeza de desembarcar los cuerpos de Prat y Serrano para su cristiana sepultura.
Según sus lecturas, Bañados narra que el director de la Compañía Española de Bomberos, Eduardo Llanos y Álvarez, y el presidente de la Sociedad Española de Beneficencia de Iquique, Benigno Posada, fueron quienes amortajaron los cadáveres y pagaron los 83 soles que costaron sus sepulturas en el cementerio n°1, evitándoles la ignominia de ir a dar a una fosa común. Los cuerpos fueron depositados en dos ataúdes, fabricados con la madera de las embarcaciones destruidas en la batalla. El carretón que los trasladó fue una gentileza gratuita de un tendero italiano.
Sólo en 1881, cuando Iquique era chileno, los restos fueron trasladados a la Iglesia de la Inmaculada Concepción (la misma que años más tarde sería la Catedral), la cual tras un incendio vio partir a los héroes al sótano de una casa comercial de calle Bolívar. Luego volvieron a la remozada Catedral, hasta que en 1888, junto al bueno de Aldea, rescatado de una fosa común nortina, llevaron a cabo su último y definitivo viaje, esta vez al Monumento a los Héroes de Iquique de Valparaíso.
Quien primero habló de ello, dicen, fue el director de liceo local, Eduardo de la Barra, cuya idea fue secundada por el intendente Eulogio Altamirano ("Es necesario que Prat renazca al lado de Cochrane, en una estatua de bronce") y respaldada en Santiago por Benjamín Vicuña Mackenna.
Cuenta Bañados que Llanos y Álvarez decidió regresar a vivir sus últimos años de vida en España, país en el cual cualquier buque de guerra chileno que recalaba en sus costas, se preocupó de enviar una delegación hasta su casa para agradecerle y darle los honores correspondientes por la "deuda de honor" que el pueblo chileno sostenía, y hasta hoy sostiene, con él.
Al final del día, y esto puede ser un juicio aventurado, los mejores héroes terminan siendo los héroes trágicos, aquellos que entienden que, a veces, honor y grandeza no van de la mano de las luces, sino que de la noche más oscura.
Es hermosa nuestra historia y para dar en una narración a nuestros hijos la llamarada del heroísmo, no necesitamos recurrir ni a Grecia, ni Roma, si Prat fue toda Esparta, escribió con grácil pluma una discreta profesora de apellido Godoy nacida en Vicuña. Pocos años más tarde sería ella quien no arriara las banderas de la gloria y de aquello tan parecido a la inmortalidad.