En las sesiones de la Academia Chilena de la Lengua hay un momento en que se pide a los concurrentes comentar fenómenos idiomáticos. Son neologismos, modismos, palabras incorrectas, redacciones confusas. Los ejemplos provienen casi siempre de los medios de comunicación. Nuestro trabajo es público y siempre estaremos en la mira.
Sabemos que escribir bien no es asunto fácil y que se requiere tiempo para revisar y corregir, lo que no siempre es posible. Pero si bien tenemos responsabilidades que admitir y mucho por mejorar, lo peor del maltrato mayor del idioma no está en los diarios ni en los noticiarios de televisión o de radio, sino en el habla cotidiano de todas las clases sociales de nuestro país, sin excepción. Obviaré las redes sociales y algunas teleseries y programas de farándula, porque constituyen un tema aparte, aunque sin duda son de gran importancia en cualquier análisis sobre la calidad del uso de nuestro idioma.
Ya no importa tanto escuchar expresiones como "alverja", "le voy a decirle" o "nadien". Todos podemos aprender a diario a decir o escribir bien una palabra o expresión incorrecta, que se nos convirtió en propia con solo escucharla, sin cuestionamientos oportunos en la casa o en la escuela. Pero decir garabatos en público, sin medida ni clemencia, es una licencia que está convirtiendo a Chile en un espacio geográfico sin límites entre el derecho a hablar como se nos da las gana en privado y la mínima consideración con el prójimo cuando estamos en lugares públicos.
No quiero decir que es un lenguaje vulgar, porque el vulgo es el pueblo y todos somos pueblo de Chile. Además, suponer que las groserías impertinentes provienen de las personas menos educadas y más desposeídas es el mayor de los errores. El uso de garabatos en todo tiempo y lugar pasó a ser un anti-patrimonio inmaterial sin fronteras sociales ni económicas. Ricos y pobres. Analfabetos y licenciados. Campean los señores h y c en el aeropuerto, en la fila del cine o del banco, en los buses o en el restorán más modesto y el más pituco.
Hay una degradación evidente en las formas de la comunicación. Muchos connacionales hispanohablantes no distinguen el límite entre el espacio privado y el espacio público, donde debieran terminar sus banales libertades lingüísticas.
Tal como antes se colocaba letreros en los teatros pidiendo a los asistentes quitarse el sombrero y no escupir en el suelo, hoy, al parecer, tendremos que adosar otros cartelitos a las paredes urbanas solicitando no hablar en este chabañol de Chile, el español chabacano. Es el humo malsonante que algunos chilenos no queremos respirar. Ni hoy ni mañana. Aquí y en la quebrada del ají, que es chilena y es pública.
Patricia Stambuk M.
Periodista, Academia Chilena de la Lengua