¿No será que la soledad era precisamente esto?
La promulgación de la Ley de Fortalecimiento de la Regionalización -que data de abril de este año- estableció que las regiones dejarán de llamarse por un número -esa incómoda y poco distintiva sigla romana-, como se hizo habitual desde la división administrativa dictada algún perdido día de 1974.
Ello, se supone, garantizaría una suerte de identidad regional que favorecería la descentralización, proceso impulsado por distintas generaciones que derivaron en la ya olvidada Comisión Asesora Presidencial para la Descentralización que, con mucha porfía, consiguió que el anterior gobierno terminara promulgando la próxima elección democrática de gobernadores regionales (los actuales intendentes), cargo que de acuerdo con el siempre díscolo Teo Valenzuela, sólo es designado en países como el nuestro y la Corea del Norte de Kim Jong-Un.
Pero de este modo, cuando muchos hacen (hacemos) el esfuerzo de soñar una Región de Valparaíso -así, en mayúsculas- distinta, singular y empoderada, a ratos aquella propia tracción que se ejerce toando la Región con tanta fuerza, pero hacia distintos derroteros, parece terminar como esos característicos dibujos animados en los cuales los esfuerzos se anulan entre sí y no se avanza a ninguna parte.
Quizás fue la copiosa lluvia caída, quién puede saberlo, la que provocó todo lo ocurrido esta semana: esa especie de baño que acabó sincerando mucho de lo que pocos se atrevían a decir. Partiendo por la "catarsis" del senador Chahuán -traicionado no sólo por su propio ímpetu, sino también por sus correligionarios y buena parte del oficialismo, que optó por darle en el suelo por el flanco del ataque de género, sin considerar su crítica de fondo-; siguiendo por el sismo de la fe desatado en la Iglesia de Valparaíso, con la salida del obispo Duarte (a quien, a todo esto, nadie le ha dado ni siquiera el beneficio de la duda sobre su presunta inocencia); agregando al intendente Jorge Martínez -esa isla entre sus pares-, quien debe conformarse con que el Gobierno no tenga a la descentralización en ningún ránking de prioridad como bien lo probó el ministro Moreno en su seminario del pasado miércoles en Viña del Mar, donde no deslizó ninguna bajada local sobre su megaplan de combatir la pobreza y la marginalidad; o el alcalde Sharp, ya más grandilocuentemente preocupado del avance de sus tropas por el país que de sacar a Valparaíso del pozo. ¿Hay más? Claro que hay más, pero todas son lastimosas historias de desgraciada soledad, como las de los niños del Sename porteño (allí, donde la comisión de la ONU estableció abusos y torturas), que aún no tiene nombrado un director; o las de las familias de los 1.209 despedidos de la planta de Maersk en San Antonio (¿un conflicto que nadie vio venir después de las huelgas que sufrió la multinacional?); o las de los trabajadores, artistas y visitantes del Parque Cultural de Valparaíso, aquel ejemplo de libro de cómo echar a perder un espacio maravilloso con una mala administración y no hacer nada para resolverlo a tiempo. En fin.
¿No será, como decía Juan José Millás, que la soledad era esto?