Pocos temas provocan un debate más encendido en Valparaíso que la realización del carnaval Mil Tambores. Este año la polémica alcanzó niveles inéditos, cruzada por una acusación de agresión y cuestionadas asignaciones de recursos estatales. El final de la historia es conocido por todos: los organizadores de la actividad anunciaron que no realizarían su evento, culpando al Gobierno, al Ministerio de las Culturas y a la prensa.
Antes del abrupto final de esta festividad, distintos actores de la ciudad manifestaron posturas críticas a sus organizadores, principalmente por las externalidades negativas que se generan durante su desarrollo.
El caso de Mil Tambores no es unidimensional ni puede observarse como un hecho aislado en el devenir porteño. Es más bien un síntoma -quizás el más preocupante- del cambio que ha vivido Valparaíso en las últimas décadas.
Las contradicciones y los contrastes no son cosa nueva en el Puerto, sino más bien una de sus particularidades y atractivos. Sin embargo, este estilo de vivir la ciudad al límite por parte de habitantes y visitantes parece haber colapsado.
Asumir que en Valparaíso el espacio público es finalmente tierra de nadie y que plazas, calles y escalas son un lugar donde todo está permitido lleva a que el carácter de un carnaval, como Mil Tambores, derive en una fiesta adolescente sin límites ni posibilidad de control. Si a eso se agrega la poco clara gestión de sus organizadores y el acomodo en el discurso de autoridades durante años, se gesta un problema que está lejos de desaparecer con la anunciada suspensión de esta versión.
La súbita preocupación por los integrantes de las comparsas que le daban vida a la actividad central de esta festividad no parece completamente genuina ni tampoco una solución de fondo.
La ciudad se merece una instancia de celebración -validada por sus habitantes- que sea respetuosa de su historia y también de su presente. Sin embargo, ese festejo no puede atentar contra la urbe. Por eso el debate que se abrió con Mil Tambores no puede quedar sólo en la destemplada justificación de sus organizadores para suspenderlo, sino que obliga a repasar responsabilidades y pensar bien los eventos futuros. Es muy fácil crucificar a un personaje que a esta altura parece caricaturesco y barrerlo bajo la alfombra, pensando así que el problema terminó. Lo difícil es darse cuenta que por años Valparaíso, sobre todo por las noches, es un patio trasero sombrío y olvidado, donde todo vale.