Las profecías del quiltro de Safonkin
La rebeldía a vivir en una región imaginaria -esa donde no existen los problemas, todo avanza y cada vez estamos mejor- debiese ser el señero foco de esperanza que aún nos resta. No es normal que tres carabineros terminen baleados en un asalto, que el principal templo de la región sea cercado por las llamas o que los eufemismos lleguen al punto de llamar negro a lo blanco y blanco a lo negro. Ese efecto puede ser aún mayor o irreversible si las fuerzas de la izquierda y sus representantes no son claros y enfáticos en reconocer los déficits en estándares democráticos que presenta el actual gobierno de ese país. No podemos seguir conformándonos con las actuales micros como política pública si creemos que el desarrollo del país pasa principalmente por la calidad de vida de quienes vivimos en él.
El cuadro muestra a un desastroso quiltro devorando pequeñas personitas salidas de un plato que pareciera no tener fondo, al tiempo que -con sus globos oculares inflados- mira directamente al espectador de la obra, y los restos de un pescado, con su macabra espina a la vista, pareciera devolverle a la bestia la noción de espanto latente en una de las pinturas más subvaloradas del aclamado pintor surrealista Viktor Safonkin, nacido en 1967 en Saransk, República de Mordovia, quien lleva más de dos décadas deslumbrando la escena europea con su autodenominado eurorrealismo.
¿Cuánto hay de universal en tal imagen, que se dice heredera de una categoría pictórica tan definida como manoseada, pero que esta vez se aleja violentamente de los relojes derretidos y expresiones oníricas para ponernos sobre la mesa que, al final del día, Saransk y Valparaíso no están tan lejos, aun cuando muchos insistan día a día en hablarnos e intentar convencernos de otro mundo, otros cielos y otro sol.
En el imperio de la caducidad de los sueños, aquel en el que quizás tal pintura, el propio Viktor Safonkin e incluso la República de Mordovia no existan y sólo sean una pretenciosa broma de un editorialista derrotado, la esperanza ya no tiene ropas con qué vestirse a la hora de la autocrítica y no existe la comprensión de que no es para nada normal -mucho menos, aceptable- que tres carabineros terminen baleados en un asalto en Nueva Aurora, que la postal del día sea el principal templo de la región amenazado por las llamas, que los eufemismos lleguen al punto de llamar negro a lo blanco, blanco a lo negro o, bien, matizar los grises y definir siúticamente como carmesí al más rojo de los rojos.
La pintura del quiltro aquél, expuesta por el tal Safonkin de Mordovia, reales o no (¿a quién diablos le importa?), terminará siendo la definición misma del derrotero que hemos seguido como región, ese camino en el cual los insultos y empujones cruzados en una sesión del Consejo Regional, las agudas interpretaciones libres de un devastador informe de Contraloría, los protocolos municipales que justifican dictaduras en Cuba o Venezuela, al tiempo que no se molestan en limpiar las calles o solucionar el comercio ambulante, y el tan conveniente ejercicio de "mover la culebra" para intereses propios en desmedro de los colectivos, son estaciones obligadas.
Quién lo diría. Quizás los equivocados somos nosotros y ellos, los dueños de la política y la región, los encargados de impedir cualquier atisbo de cordura y realismo, siempre tan atentos a aplacar cualquier posibilidad de recalcar que, tal como decía Heredia, seguimos vivos en medio de tantos muertos.
La crisis de Venezuela
Más allá de las doctrinas del derecho internacional sobre reconocimientos de gobiernos extranjeros, en el caso de Venezuela es también necesario analizar el carácter del conflicto a la luz de los proyectos democráticos en América Latina. Un primer requisito que deben cumplir las propuestas de transformación social en nuestro continente es que, al identificar los ejes del antagonismo político irreductible, que siempre habrá, éste no quede asociado a integrismos ideológicos y mucho menos a personalismos autoritarios.
La vocación de mayorías nacionales supone la capacidad de convocar en torno a proyectos idóneos para ampliar la base de sustentación social, cultural y política de las fuerzas que impulsan tales proyectos. Esa condición imprescindible requiere a su vez de consistencia y consecuencia con los principios éticos y las virtudes cívicas de la democracia. Por su parte, la izquierda, como expresión política, interesada en promover cambios sociales, no puede tener ambigüedades ni oportunismos en ese sentido. Sí se reprime medios de comunicación o se encarcela a los opositores, si no se respeta el Estado de derecho, si se abusa de atribuciones administrativas, aquellos proyectos, junto a sus gobiernos, pierden su legitimidad democrática y dejarán de constituir una fuerza plural que exprese la diversidad social y cultural que la política siempre necesita.
Este proceso es el que ha ocurrido en Venezuela, especialmente luego de la muerte del Presidente Hugo Chávez. Una radicalización ideológica que ha tenido efectos desastrosos sobre la población de ese país. Desde luego, el conflicto político ha destruido la economía nacional, el sistema productivo y las redes de servicios sociales básicos. A ello se debe agregar la pérdida de las condiciones y garantías del orden público, así como la normalidad de la vida social. Los gobiernos por necesidad de todo sistema social, al margen de sus respectivos signos ideológicos, siempre tienen el deber de garantizar gobernabilidad, seguridad pública y estabilidad social antes que perseverar en sus propósitos políticos si éstos generan efectos tan graves como los señalados previamente.
La situación política y la crisis humanitaria que se vive en Venezuela tienen un impacto negativo en los proyectos democráticos de otros países de Latinoamérica. Ese efecto puede ser aún mayor o irreversible si las fuerzas de la izquierda y sus representantes no son claros y enfáticos en reconocer los déficits en estándares democráticos que presenta el actual gobierno de ese país. Si la demanda y las luchas políticas por una sociedad con menos desigualdades económicas y sociales no están fundadas en categorías normativas más universales y expresivas del humanismo más enaltecedor de la persona humana, los proyectos democráticos serán incapaces de superar a quienes, con más poder y recursos de todo orden, se esfuerzan cada día por reproducir y afianzar el statu quo.
La (escasa) dignidad del transporte público
Óscar Contardo, un extraordinario escritor y columnista, mencionó, a propósito de la inauguración de la Línea 3 del Metro de Santiago, que "nadie celebra así una autopista, nadie celebra de un modo similar un corredor de buses ni un nuevo recorrido troncal". En efecto, cuando los bienes y servicios públicos ofrecen dignidad a las personas, algo grande se transforma en la sociedad, su dignidad.
La inauguración de la Línea 3 fue un regalo para Santiago (que la necesitaba) y una bofetada para las regiones. No sólo por la asimetría en inversión en transporte público en la capital respecto al resto del país, sino por el descaro permanente de las autoridades nacionales que llaman a los Gobiernos Regionales a "ponerse las pilas" para formular sus proyectos, cuando Presidentes, ministros y subsecretarios se preocupan personalmente del transporte público de la capital, con los equipos técnicos y presupuestos disponibles para ello. En otras palabras, el financiamiento del Metro de Santiago no lo discute el Gobierno Regional Metropolitano, lo decide el Presidente.
Sin embargo, frente a esta evidente asimetría, como región no lo hemos hecho mucho mejor. A pesar de que existen diversas propuestas, durante la última década se ha visto una escasa preocupación de parte de nuestras autoridades por la progresiva precariedad de un sistema de buses pensado como la ultima opción para los usuarios, es decir, para aquellos que no tienen auto ni pueden elegir vivir cerca del trabajo.
Con un retraso de una década -tres gobiernos- el Ministerio de Transportes, a través de su Seremi, está preparando una nueva licitación de recorridos de buses. Esta propuesta nos dejará, en el mejor de los casos, en las condiciones que debimos tener el año 2010, ya que es sólo de microbuses, el sistema aparentemente más barato para el Estado, pero no para los ciudadanos. Su resultado no ofrecerá la calidad mínima que esperan lo usuarios para llegar al trabajo a la hora esperada, o evitar sentase dentro de una batidora durante un largo recorrido. El transporte público debe diversificarse con otras opciones (metro, tren, ascensores, tranvías, teleféricos) que ofrezcan a los usuarios un mejor servicio integrado, reconociendo la compleja topografía de nuestra área metropolitana y que incentive efectivamente bajarse del auto.
Nuestras ciudades crecen y requieren para su sustentabilidad social, económica y ambiental un transporte público que entregue dignidad a las personas (trabajadores y usuarios). Ellas son depositarias de profundas desigualdades sociales, pero a la vez pueden ser el principal motor para revertirlas, y el transporte público debe ser una política de Estado que vaya en ese sentido. En consecuencia, es indispensable crear una nueva institucionalidad para el transporte público, con recursos y profesionales que pueda pensar a largo plazo las necesidades de movilidad, integrando diferentes modos de operación.
Si la ministra de Transportes quiere usar su actual capital político, debe ser en ese sentido. No podemos seguir conformándonos con las actuales micros como política pública si creemos que el desarrollo del país pasa principalmente por la calidad de vida de quienes vivimos en él.
Aldo Valle
Rector de la Universidad de Valparaíso
Juan Carlos García
Arquitecto Urbanista