De aquí para allá
Hebe Uhart
Adriana Hidalgo, 2016, 184 pp., $15.290
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Adriana Hidalgo, 2017, 206 pp., $17.590
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A mi papá le gustaba confundir a los chicos y cantaba: "De las aves que vuelan, me gusta el chancho". Ese canto fue recibido por mí primero con desconfianza y después con fastidio. Cuando yo tendría unos seis años me llevaba a caminar por los alrededores de Moreno, que a las ocho cuadras del centro ya era campo, y estaban las vacas lo más orondas paradas detrás de los alambrados. Me decía:
-Saludá.
Y yo decía:
-Buen día, vaca.
Si alguna mugía, él me decía:
-¿Ves? Ahora saluda.
Por la misma época íbamos los domingos a comer al recreo de mis tíos en Paso del Rey, donde estaba mi abuela. El recreo era enorme pero más rústico que mi casa. Había indicaciones de cosas que no debía hacer allí: no correr a las gallinas, no sentarme en unas sillas de un patiecito que podrían estar un poco sucias y no tocar demasiado al perro Milonga. Ese perro no era de nadie, era del lugar, iba y volvía con total autonomía, sin que nadie lo mirara. Pero a mí me gustaba acariciarlo, yo me sentaba en el suelo y él se paraba a mi lado, quieto.
-¡Es un perro de la calle! -me decían.
No entendía la diferencia entre perros de la calle y de la casa, como no entendía la diferencia entre flores silvestres y cultivadas; para mí esas florcitas chiquitas que son iguales a las margaritas eran de la misma familia; mi mamá las llamaba flor de bicho colorado. Dos años después, como a los nueve, mi mamá me mandaba a Paso del Rey en colectivo a visitar a mi tía María, que tenía su casa al lado del recreo de los tíos; ellos le llevaban la comida. A María yo le llevaba desde Moreno lo que ella pedía: polvo Rachel, hebillas para el pelo y jabón de rico olor. Para qué pedía esas cosas, no sé; llevaba el pelo blanco y largo más allá de los hombros, un vestido totalmente raído y encerraba a los pollos en un cuartito como para trastos, los dejaba salir muy de vez en cuando, cuando se le antojaba, para que no se juntaran con los pollos del gallinero de mis tíos y esos pollos cuando salían caminaban mal, chuecos y vacilantes. A algunos los bañaba y se le morían pero ella no parecía acusar recibo del hecho. Yo sabía desde siempre que ella estaba loca, estaba acostumbrada a esa idea, pero alrededor de los siete años pensaba que cómo era que a ella siendo loca las plantas le brotaban igual que a los demás. Ella tenía un buen parque, hasta rosa mosqueta tenía, pero nunca la vi regar nada. Allí las plantas estaban un poco más descuidadas que las de otros jardines, pero yo pensaba que si ella era así, tan particular, debía tener plantas adecuadas a su estado, plantas raras. Allí llovía normalmente y yo pensaba que le debía corresponder una lluvia distinta. Eso de ir a llevarle polvo y jabón tenía un toque desconcertante para mí, porque a veces me recibía bien y otras me echaba y me decía "cuentera" y eso era cierto porque volvía a Moreno y contaba a mi mamá lo que pasaba allá. Pienso ahora que me mandaban como espía.
Por más desconcertante que fuera ese mandado, tenía su lado bueno ir sola en colectivo a Paso del Rey. Pero antes de entrar en la casa de María había una puertita de madera rústica y detrás de esa puerta estaba el chajá. El chajá es como un tero gigante que tiene grandes púas; siempre estaba echado junto a la puertita. Yo tomaba mis precauciones antes de pasar por la puerta, hacía un rodeo, nunca pasaba cerca, no fuera que se activaran sus púas. Ahora sé que vuela, menos mal que en ese tiempo no lo sabía porque no hubiera pasado por ahí. Como llegó ese bicho ahí, no lo sé, ella nunca lo miraba ni lo nombraba porque era indiferente ante el parque y las plantas. De todos modos, siempre pensé que el chajá era un animal adecuado para mi tía; no podría haber estado en mi casa. Mi tía María al perro Milonga le decía milord, como encumbrando su nombre y es muy raro que lo llamara así porque pienso que ella no conocía la existencia de los lores.
Extracto del libro "Animales"
de Hebe Uhart