Bastante se ha escrito en la prensa sobre las causas de los acontecimientos de las últimas cuatro semanas, que han combinado gravísimos actos de violencia, en muchos casos con motivación política, con masivas protestas. Esta reflexión nos acompañará por años e incluso décadas. Y es muy bueno que así sea, pues un diagnóstico erróneo o incompleto puede llevarnos a sembrar las semillas de una crisis peor.
Es obvio que existe un malestar que tiene causas justificadas. A la sociedad chilena le sobran privilegios y le falta meritocracia y la red de protección social que ofrece a sus miembros es deficiente, todo lo cual apunta a evidentes carencias en ámbitos como educación, capacitación, salud y pensiones. Pero es igualmente claro que esa no puede ser la causa exclusiva de lo ocurrido. Contra lo que sugiere el falaz eslogan "no son 30 pesos, son 30 años", las últimas décadas han sido con diferencia las mejores de nuestra historia en cuestiones tan relevantes como crecimiento económico, reducción de la pobreza y aumento de la esperanza de vida y de los años de escolaridad. Incluso nuestra alta desigualdad de ingresos ha ido cayendo. Ningún otro país de Latinoamérica puede mostrar progresos semejantes. Por lo tanto, las causas justificadas de malestar, aunque muy reales, son menores hoy que en cualquier otro momento de nuestra historia y que en cualquier otro lugar de nuestro subcontinente.
¿Por qué pasó esto, entonces, aquí y ahora? Creo que hay por lo menos otros tres factores que contribuyen a explicarlo. En primer lugar, y esto es lo más grave, se ha producido una paulatina legitimación de la violencia como instrumento político válido, así como una paralela desvalorización de las elecciones democráticas como medio idóneo para la adopción de las decisiones colectivas. Un punto muy relevante, por tanto, es determinar si estamos haciendo lo apropiado para revertir esta insana tendencia.
Un segundo factor adicional es el bajo crecimiento económico que, con la relativa excepción de 2018, ha tenido nuestro país durante ya seis años. Un mayor dinamismo no habría resuelto por sí solo todas las causas justificadas de malestar, pero su ausencia ha frustrado muchas expectativas legítimas. Este escuálido crecimiento tiene, a su vez, causas variadas, como malas reformas del gobierno anterior, la imposibilidad del actual de revertirlas y los efectos de las guerras comerciales en un país fuertemente exportador. Lo preocupante es que en estas semanas nuestra capacidad de crecer se ha encogido aún más y está por verse cuan extenso y profundo será ese efecto.
Por último, está el populismo, que ha favorecido un equivocado juicio apocalíptico sobre los tiempos que corren. No solo ha invisibilizado los logros a que aludí. También oculta que algunos motivos de malestar son obra de progresos y que se avanza en su solución. Y ha hecho creer a muchos que los males que nos aquejan tienen un fácil remedio que solo se ha visto impedido por una élite egoísta y corrupta. Así, se olvida que sabemos de las colusiones de empresas porque por primera vez contamos con una institucionalidad robusta que permite pesquisarlas, y que ha sido perfeccionada, entre otras cosas, para establecer penas de cárcel para sus autores. O que se hizo una completa y acertada reforma a nuestra legislación sobre financiamiento de campañas, de modo que las de 2016 y 2017 fueron, sin duda, las elecciones más limpias y equitativas que hemos tenido. O que la causa de las numerosas pensiones bajas no son las satanizadas AFP, sino cosas como el aumento de la esperanza de vida o la excesiva informalidad laboral.
En todos esos frentes debemos trabajar si queremos un Chile mejor: condena sin matices a la violencia política y revalorización de las elecciones e instituciones democráticas; reformas sociales que perfeccionen nuestra red de protección social y permitan un acceso más equitativo a las oportunidades; crecimiento económico; y un debate público más riguroso.