La dignidad como costumbre
Aldo Valle , Rector de la Universidad de Valparaíso
En una muralla que veo con cierta regularidad ha permanecido un rayado con el texto que he tomado como título para esta columna. A mi juicio, que una de las demandas sociales que emergen desde las calles sea la dignidad humana no debería ser un hecho que pase inadvertido. Se trata nada menos que de un concepto normativo de la más alta jerarquía en la cultura y la filosofía social, no es una petición concreta a la política pública, ni tiene un carácter específico, es más bien abstracta. Por lo mismo, cabe preguntar hacia quiénes se dirige esa interpelación moral. ¿A las instituciones, a la política, o a nadie en particular? Esta interrogación ya la hace interesante y discurrir sobre ella puede ayudarnos a explorar mejor el sentido de esa demanda y del conflicto que vivimos.
Desde la filosofía moral el concepto de dignidad denota una cualidad imprescindible de la condición humana, un atributo moral inherente a toda persona que la hace merecedora de una igual consideración y respeto, y que ninguna autoridad ni otro sujeto puede transgredir. El origen de este concepto en la cultura occidental se remonta a la idea de que somos hijos e hijas de un mismo Dios; luego, en la filosofía moderna se expresa en la afirmación kantiana de que cada persona es un fin en sí misma, que no puede ser tratada como objeto o instrumento para la voluntad o propósitos que fije otra. Una distinción que resume bien dicho argumento es que las cosas tienen precio y las personas tienen dignidad. Ya más cerca, en el siglo XX, esa tradición se sintetiza en el concepto de derechos fundamentales de toda persona, inalienables e irrenunciables en virtud de la convención.
El enunciado nos insta a que el reconocimiento de la dignidad se haga costumbre, es decir, no sólo discurso o declaraciones jurídicas o políticas, sino prácticas sociales. La costumbre es superior al mero hábito porque requiere que las personas reconozcan un deber normativo de comportarse conforme a una misma regla. El propósito es que el respeto a la dignidad humana se incorpore a nuestro ethos cultural, es decir, al conjunto de modos de obrar y de relacionarnos que responden a una convicción socialmente dominante y que llevamos a efecto no por mera imposición de la ley o por temor a la sanción. La demanda es una aspiración cívica y moral porque se propone que el respeto a la dignidad sea una virtud pública y privada.
Pero hay otro mensaje valioso para el debate político de esta coyuntura. Me refiero a que el reclamo por "La dignidad como costumbre" también nos permite reflexionar en el sentido que las injusticias en las relaciones sociales, no solo obedecen a causas estructurales de orden económico o institucional, que no dejan de ser, en mi opinión, las más relevantes. Este otro llamado contiene un clamor que se dirige también a otra dimensión de las injusticias sociales, me refiero a los significados y subjetividades presentes en las formas, el lenguaje y las prácticas con que nos tratamos entre nosotros, en los vínculos más acotados y cotidianos, en las distancias más cortas en que nos encontramos como sujetos dotados de un sentido moral, independientemente de nuestra posición social o económica. Nos dice que en las relaciones laborales, en el comercio, en el mundo privado o público, en la educación y en los distintos servicios sociales, en los contratos por un crédito o una compra de cualquier bien o prestación no debe ser la ventaja, ni el oportunismo de la superioridad, la jerarquía o la diferencia de poder aquello que determine el carácter de dichos vínculos micro sociales. Ese rayado equivale a decir que el abuso no sea la costumbre ni el hábito.
Tenemos ante nuestros ojos una fractura social, simbólica y cultural, cuya magnitud tal vez no podamos aún determinar. Es una discusión válida indagar en qué medida dicha ruptura está asociada al modelo económico y al sistema político, pero ahora me propuse solo destacar que un sector de la sociedad chilena tiene una lesión moral, es decir, esa ofensa que se siente como desprecio, negación o discriminación, y que se experimenta a propósito de las necesidades más básicas de la vida cotidiana.