Se vende
Por Rosa Montero Adelanto del libro "La buena suerte"
Ese hombre lleva sin levantar la cabeza del portátil desde que hemos salido de Madrid. Y eso que es un AVE de exasperante lentitud con parada en todas las estaciones posibles en su camino a Málaga. Podría parecer que ese hombre está inmerso en su trabajo, casi abducido por él; pero cualquier observador meticuloso o al menos persistente advertirá que, de cuando en cuando, sus ojos dejan de vagar por la pantalla y adquieren una vidriosa opacidad; que su cuerpo se pone rígido, como suspendido a medio movimiento o medio latido; que sus manos se contraen y sus dedos se arquean, garras crispadas. En tales momentos es evidente que está muy lejos del vagón, del tren, de esta tarde tórrida que aplasta su polvorienta vulgaridad contra el cristal de la ventanilla. En la mano derecha de ese hombre hay dos uñas magulladas y negras, a punto de caerse. Debieron de doler. También luce una isla de pelos sin cortar en su mandíbula cuadrada y, por lo demás, perfectamente rasurada, lo que demuestra que no se mira al espejo cuando se afeita. O incluso que no se mira jamás al espejo. Y, sin embargo, no es feo. Quizá cincuenta años, pelo abundante y canoso, lacio y descuidado, demasiado largo en el cogote. Rostro de rasgos grandes, labios carnosos, nariz prominente pero armónica. Una nariz de general romano. Si nos fijamos bien, ese hombre debería ser llamativo, atractivo, el típico varón poderoso y conocedor de su propio poder. Pero hay algo en él descolocado, algo fallido y erróneo. Una ausencia de esqueleto, por así decirlo. Esto es, una ausencia completa de destino, que es como andar sin huesos. Se diría que ese hombre no ha logrado un acuerdo con la vida, un acuerdo consigo mismo, lo cual, a estas alturas ya todos lo sabemos, es el único éxito al que podemos aspirar: a llegar, como un tren, como este mismo tren, a una estación aceptable.
Hace apenas quince minutos que nos detuvimos en Puertollano, pero la máquina ha reducido una vez más la marcha. Vamos a volver a parar, ahora en el apeadero de Pozonegro, un pequeño pueblo de pasado minero y presente calamitoso, a juzgar por la fealdad suprema del lugar. Casas míseras con techos de uralita, poco más que chabolas verticales, alternándose con calles del desarrollismo franquista más paupérrimo, con los típicos bloques de apartamentos de cuatro o cinco pisos de revoque ulcerado o ladrillo manchado de salitre. El AVE tiembla un poco, se sacude hacia delante y hacia atrás, como si estornudara, y al fin se detiene. Sorpresa: ese hombre ha levantado la cabeza por primera vez desde el comienzo del viaje y ahora mira a través de la ventana. Miramos con él (…) casi al borde de las vías asoma un balconcito ruinoso: la carpintería es metálica, la puerta no encaja, una vieja bombona de butano se pudre olvidada junto a la pared de ladrillo barato. Atado a los barrotes oxidados, un cartel de cartón, quizá la tapa de una caja de zapatos, escrito a mano: «Se vende», y un teléfono. La representación perfecta del fracaso.