Parece que ya no seremos felices
Ni una plaga bíblica de langostas podría deparar para el Puerto un año tan horroroso como los dos últimos. ¿O estaremos siendo muy optimistas? El desgarro final que representa Valparaíso tiene muchos factores, no solo los errores ideológicos del alcalde Sharp y su grupo de amiguitos en práctica.
No fueron pocos los que pensaron que tras el desastroso último trimestre de 2019, marcado por los desmanes, desórdenes, protestas, saqueos y ataques incendiarios, no existiría en el corto plazo un año peor para la ciudad de Valparaíso, puesta de rodillas y atacada por un puñado de sus propios ciudadanos ante la pasividad de las autoridades y el incomprensible (hasta ese entonces) laissez faire de la nunca peor autodenominada Alcaldía Ciudadana, la misma que renegó del Acuerdo de Paz del 15 de noviembre y se peleó con los suyos para imponer verdades a medias y peregrinas soluciones (¿alguien se acuerda hoy del plan de confinamiento comunitario?, solo para terminar pidiéndole plata a los Von Appen, Ibáñez y Piñera, a los mismos que demonizó durante meses y años en toda ocasión posible.
Hoy, cuando el impenitente historiador Lautaro Triviño sigue graficando en las páginas de este Diario la más absoluta de las decadencias, el abandono y esa suerte de todo vale, con carros de supermercados en las calles, aceras convertidas en baños y carpas por todo el Plan, algún despistado puede preguntar qué diablos fue lo que ocurrió, qué bomba nuclear fue detonada en la otrora Joya del Pacífico, que ni siquiera en los días más oscuros (¡y vaya que los hubo!) de Pinto, Cornejo y Castro estuvo peor o más triste.
Más allá del Cinzano, el Hamburg, la Piedra Feliz y tantos otros rincones que, sencillamente, entendieron que su muerte sería más placentera que esta vida a medias, sino a un cuarto, el desgarro final que representa Valparaíso tiene muchos factores, no solo los errores ideológicos del alcalde Sharp y su grupo de amiguitos, que vinieron a hacer la práctica al Puerto con sueldos de hasta $ 4 millones de pesos y terminaron cometiendo todas las tropelías posibles.
A ratos, pareciera que todos fuimos culpables de ello al haber validado y creído en buenas intenciones que nunca fueron tales de parte de tanta, pero tanta gente, que el día de mañana no tendrá ningún problema en continuar sus negocios, sus oraciones o, bien, sus movimientos en red en cualquier otro recoveco del país, dejando tras de sí el diluvio, el après moi, le déluge, frase atribuida a Luis XV, pero que suena aún peor en boca del dictador congolés Mobutu, y que recordamos de la obra catalana del mismo nombre estrenada por Alejandro Castillo y Katty Kowaleczko en el Festival Puerto de Colores en el Duoc Cousiño de enero de 2018 (¡sí, en Valparaíso incluso se presentaban obras de teatro!)
Porque tanto odio, tanta ira y tanto resentimiento acumulado pareciera tener que ver con ese no sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa de José Ortega y Gasset (o a los señores Ortega y Gasset, como reza el chiste) y el cada vez más cercano me parece que no somos felices de Enrique Mac Iver para su discurso del Centenario.
¿Quién puede saberlo? Tal vez nuestro gran error haya sido perseverar en busca de aquello que jamás habíamos perdido.