María de Paine
Adelanto del libro "Escala técnica" Por Francisco Mouat
Hay un poema de Borges, «Los justos», que habla de personas que se ignoran y que están salvando al mundo: un hombre que cultiva su jardín, el que agradece que en la tierra haya música, dos empleados que en un café juegan un silencioso ajedrez, el que acaricia a un animal dormido, el que prefiere que los otros tengan razón. Cada vez que leo este poema, pienso en mis justos, en todos aquellos seres vivos y muertos que me salvan: una amiga que hace clases de botánica y enseña a nombrar, conocer, querer y detenernos en la vida de los árboles que se cruzan en nuestro camino, la que me obsequió un día versos de Rimbaud bordados en un trozo de arpillera, las dos mujeres con las que tuve hijos, aquel joven chilote que me recibió en su casa, en la isla Butachauques, a quien nunca he vuelto a ver.
Ellos me salvan, a ellos les leo en voz alta estas líneas de Enrique Vila-Matas en su Dietario voluble: «Siempre sintonizaré más con un hombre perdido en el último muelle del último puerto del mundo que con un coro de hombres de acción tratando, por ejemplo, de cambiar la patria. ¡Los hombres de acción! ¡Los activos! Me acuerdo de lo que pensaba Flaubert de esa buena gente: "Hay que ver cómo se cansan los hombres de acción y nos cansan a los demás por no hacer nada. ¡Y qué vanidad más boba la que nace de una turbulencia baldía! ¿Qué ha quedado de todos los Activos, de Alejandro, de Luis XIV? El pensamiento es eterno, como el alma, y la acción es mortal, como el cuerpo"».
Hombres y mujeres perdidos en el último muelle del último puerto del mundo. Allí, en ese último muelle del último puerto que logra dibujar mi memoria, habita María Rosa Martínez Flores, la mujer que trabajó desde muchacha y por más de sesenta años junto a la familia de mi padre, y que un día de mediados de los ochenta regresó a su pueblo, a Paine, para vivir allá sus últimos días en compañía de una sobrina y el recuerdo del Goyo, su hermano mayor.
A la muerte de su amigo Ramón Sijé, con quien tanto quería, Miguel Hernández escribió el poema «Elegía»: «Quiero escarbar la tierra con los dientes, / quiero apartar la tierra parte a parte / a dentelladas secas y calientes. // Quiero minar la tierra hasta encontrarte / y besarte la noble calavera / y desamordazarte y regresarte».
María de Paine, una mujer justa que vivió esos últimos días en el pueblo donde nació despertando sola en las mañanas y durmiéndose sola en las noches, sin hijos que la cuidaran porque le había regalado su vida entera a una familia que no era la suya, pero a la que quiso sentir como propia hasta que un día dejó de serle útil.
Una amiga me dijo una mañana en que andaba melancólica que el tiempo es injusto porque acaba con vidas humanas y en cambio va dejando intactas a su lado las cosas que acompañaron a ese ser humano en la Tierra: sus ropas, sus lápices, sus zapatos, su cama, a veces la misma cama en que murió: «¿Cómo puede permanecer entre nosotros el lápiz Bic que llevaba alguien en el bolsillo, mientras ellos se esfuman para siempre?», preguntó esa mañana en voz alta.
Yo no supe qué responderle y me quedé en silencio. Aún no sé qué decir. Los restos de María Rosa Martínez Flores descansan en el cementerio de Paine, en una tumba sin nombre.