"Quizás nuestro problema sea la falta de liderazgos inteligentes; hay más entusiasmo que reflexión"
Así como Carlos Peña -rector de la Universidad Diego Portales, destacado académico e influyente columnista político - avizoraba una "paradoja del bienestar" en parte del malestar que aquejaba a la sociedad chilena y que de alguna forma desembocó en el estallido social, está también muy consciente de la paradoja del cambio constitucional: la necesidad del mayor sosiego para enfrentar la crucial labor de redactar una nueva Constitución que convive con la inquietud o incluso la turbulencia que la hizo posible. Es uno de los puntos que aborda en su más reciente libro "El desafío constitucional" (Taurus, 2020).
-Se suele ver lo más cercano como especial, pero el año 2020 parece haber sido en Chile singular, por cuestiones como el proceso constituyente y por la pandemia. ¿Lo cree así o sería exagerado verlo de esa manera?
-No, no hay ninguna exageración en eso. El año que acabamos de dejar atrás (dejar atrás un año es por supuesto una ilusión, puesto que el tiempo carece de solución de continuidad) estuvieron en crisis por decirlo así las dos fuentes que reducen la incertidumbre y permiten a los seres humanos disminuir la sombra del futuro: la naturaleza y las instituciones, ambas se trastornaron. Las fuentes con que experimentamos el mundo y el acontecer con cierta regularidad fracasaron. Así que no hay ninguna exageración en decir que el 2020 fue el año del desorden.
-El acuerdo constituyente fue empujado en parte por la corriente de revuelta a veces violenta del estallido social que se deslizó desde el año anterior. ¿Calmó algo de esa violencia?, ¿qué piensa que pasó con ese malestar: sigue ahí, se difuminó, podría renacer o intensificarse?
-Creo que es exagerado decir que el acuerdo calmó el malestar o hizo cesar las causas de la violencia. Pensar eso significaría asignarle a lo que ha ocurrido en Chile un sentido jurídico-político. La Constitución del 80 como el origen del malestar y su cambio como el remedio. Eso (que alegra a los abundantes juristas) me parece simplista. Pienso que las causas de lo que ocurrió -que van desde la mayor vivencia de la desigualdad a la cuestión generacional y la pérdida de centro de una sociedad que se diferenció- siguen allí. El malestar es una sombra que acompaña a toda sociedad que se moderniza y ese es el caso de la chilena. La modernización tiene patologías que causan ese malestar. Y esas patologías no se espantan fácilmente ni con reglas, ni con acuerdos constitucionales. Ellas contribuirán sólo en parte a mejorar las cosas.
-La pandemia disminuyó la efervescencia y puso al país en una especie de paréntesis. ¿Pudo, en esto, suponer mayor calma?
-Mire, la calma, enseñan los clásicos modernos, de Maquiavelo en adelante, es casi siempre producto de la rutina o del miedo. La rutina que al automatizar la existencia provoca el olvido o el miedo que paraliza y obliga a respirar lento y andar con cautela. Y este año hubo de ambos.
-La pandemia también ha mostrado la fragilidad de muchas de las cosas que se daban por supuestas, como el bienestar económico. ¿Cuál considera que será la mayor secuela de ella?
-Es muy cierto. El año 2019 se había generalizado la idea que el tema de la escasez y el bienestar estaba más o menos resuelto y que la causa de los problemas era la injusticia, la cicatería de una élite abusiva y egoísta. Ese fue el origen de una política del optimismo para el cual resolver los problemas parecía cosa de la voluntad. El año 2020 mostró que la muralla de la escasez puede levantarse de nuevo frente a nosotros y eso obliga a una política de mayor contención de las expectativas y de mayor ascetismo en el esfuerzo. Raymond Aron decía que la grandeza de la política se prueba en esos momentos amargos ¿La secuela de esta pandemia? El retroceso de esos millones de chilenos y chilenas con pasado proletario que se habían transformado en grupos medios, con confianza en sí mismos y que se ven hoy con la amenaza de que eso que guardan en la memoria retorne. Eso debe ser lo único que debiera preocuparnos en lo inmediato desde el punto de vista público.
-Señala en su libro "El desafío constitucional" que la razón del cambio de esa norma sería la necesidad de adecuación de la constitución jurídica a la sociológica. ¿Es errada aquella idea de que las normas guían a la sociedad?
-Las normas, como se sabe, intentan guiar a la sociedad, desde luego, de otra forma serían una broma absurda o se limitarían a recoger lo que de hecho hace la gente. Pero para cumplir esa tarea deben paradójicamente adecuarse a la manera en que las personas ven su propia trayectoria y se conciben a sí mismas. Y en general las leyes cumplen ambos requisitos: el Código Civil y el de Comercio son centenarios, el Penal también, etcétera. Otra cosa ocurre con las constituciones que están más ligadas a los niveles de autonomía de las personas y de los grupos. Por eso Portalis observa en el "Discurso preliminar" del Código Civil francés que "los hombres cambian más fácilmente de dominación que de leyes". Ponga usted constitución donde dice dominación y le encontrará la razón a Portalis. Con la nueva Constitución estructuraremos el poder de manera distinta; pero las reglas de la vida de interacción seguirán siendo, en lo fundamental, las mismas. Cambiaremos de dominación; pero no de leyes.
-Por otra parte, destaca que la reflexión constitucional por su naturaleza requiere mucha calma, pero es justamente la falta de ella lo que impulsa el cambio constitucional. ¿Es posible salvar esa paradoja o es inevitable?
-Es inevitable. Y hay que desenvolver el proceso político en medio de ella. Si hubiera calma y no discordia, ¿para qué cambiaríamos la Constitución? Pero necesitamos hacerlo y eso requiere racionalidad. Moverse en ese terreno complicado que los clásicos han descrito muy bien es inevitable y eso requiere liderazgos inteligentes. Y la falta de ellos quizá sea nuestro problema. En Chile hay más entusiasmo que reflexión.
-También indica que ante el debate constitucional están los riesgos de la hipocresía y la ingenuidad. ¿Ambos son igual de contraproducentes?
-Es mejor la ingenuidad que la hipocresía, en esta materia al menos. La democracia requiere algo de ingenuidad: la creencia firme en el diálogo y el intercambio de razones. Detrás de todo demócrata convencido hay un ingenuo. Sin esa porción de ingenuidad -si todo fuera interés, fuerza, presión, conflicto- la cooperación no sería posible, sería un permanente juego de manos y de espejos. Kant sugiere ser astuto como serpiente y a la vez cándido como paloma. La candidez es indispensable en torno a ciertos principios que son la base de la democracia: exclusión de la violencia, diálogo, etc. En eso, insiste Kant, es mejor ser cándido.
-Plantea que la consideración de mayor participación de mujeres en el proceso político tiene razones no sólo de equidad, sino también de calidad de la democracia. ¿Es valiosa la regla de paridad de género para la Convención?
-Sí, no tengo dudas que la paridad mejorará la calidad de la democracia. El género y sus estereotipos (o sea, los roles adscritos al sexo, la división sexual del trabajo) dañan la vida democrática. Y la paridad, si no los suprimirá, ayudará a morigerarlos. Y pienso además que hay que hacer esfuerzos por extender la paridad o acercarse a ella en otros ámbitos, desde luego en las universidades, en los directorios de empresas, en el conjunto del gobierno. La división sexual del trabajo no es un asunto de elección o de agencia como dice la literatura: es de estructuras.
"Las normas, como se sabe, intentan guiar a la sociedad. Pero para cumplir esa tarea deben paradójicamente adecuarse a la manera en que las personas ven su propia trayectoria y se conciben a sí mismas".
"La modernización tiene patologías que causan ese malestar. Y esas patologías no se espantan fácilmente ni con reglas, ni con acuerdos constitucionales".