RELO DE ARENA Breve historia porteña de mis vacunaciones
Se interrumpe la clase y nos llevan hasta el hall del colegio. Allí hay una fila de alumnos en la puerta de un salón destinado a recibir visitas. Desde el interior, dos personajes con bata blanca hacen pasar, uno a uno, a los alumnos. Se deben arremangar y dejar a la vista el brazo derecho. Uno de los señores, con una especie de pluma de esas que usamos en nuestro cuaderno de caligrafía, hace dos rasguños en el brazo. Ha untado el instrumento en lo que parece ser un tintero. Ya está. ¡Fuera! ¡Que pase el siguiente!
Algunos chicos temían y estaban al borde de las lágrimas. ¿Duele? Bueno, los hombres no lloran, consigna de otros tiempos.
Así, sin aviso ni autorización de los padres, nos estaban vacunando contra la viruela.
Llegamos a casa con la novedad y la recomendación de una aspirina "por si apareciera un poco de temperatura". No hubo queja de los padres. Por el contrario, agradecían. La familia había conocido los horrores de la peste entrado el siglo pasado en el viejo Valparaíso.
No había tratamiento y los apestados quedaban marcados para siempre con huellas en el rostro. Algunos eran llevados al lazareto de Playa Ancha más que para curarlos, para aislarlos. Allí también iban a parar leprosos que llegaban en barcos desde lejanas islas del Pacífico. El lugar, expuesto al sanitizante viento norte, tenía el cementerio casi a la vuelta de la esquina. Hoy es el Hospital Salvador.
Nuestra primera vacuna, medida preventiva ante un brote de la olvidada viruela en Talca, hizo su efecto. Brotó con una fea pústula y un poco de fiebre. El sello indeleble de la protección se mantiene hasta hoy en el brazo derecho.
La campaña de vacunación sin oponentes -no se sabía de antivacunas, veganos o animalistas- fue reafirmada por imágenes en el cine del fenecido noticiario Emelco, que mostraba a los pacientes aislados en algún hospital sureño.
Años después, en el verano de los 50, aparentemente desde el primer mundo, nos llega otro siniestro virus que ataca el sistema nervioso. Contagiosa, incurable y sin vacuna: la poliomielitis o parálisis infantil. La secuela puede ser la invalidez o, peor, la muerte. Los flamantes antibióticos no sirven.
El único recurso es el llamado "pulmón de acero", un gran tambor donde se introducía al paciente para hacerlo respirar. En Chile eran casi desconocidos y se hacían campañas para importarlos.
Para motivar a los amenazados viñamarinos en las vitrinas de la casa Bengoa, local de venta de telas en la calle Valparaíso, se exhibía uno de estos aparatos. Era impresionante. Semejaba una pequeña locomotora.
¿Cómo importamos la polio? Se decía que había contaminado regalos de Navidad enviados desde los Estados Unidos. Culpables serían los lejanos donantes y el DC6 de la Panagra que los trajo a Chile. La versión la escuché en la radio y hasta tenía cierto asidero, considerando que el Presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt había sido atacado por el mal y en condición de invalidez impuso en su país cambios sociales y la responsabilidad de intervenir, en medio de gran oposición, en la Segunda Guerra Mundial. Debilitado, murió antes de la victoria. Pero esa es otra historia.
En Chile, tras el uso de los pulmones y acero y la rehabilitación en tiempos sin Teletón, finalmente en 1961 se logra erradicar la enfermedad mediante el uso de la vacuna Sabin, desarrollada en la década anterior. Exitosa campaña del Ministerio de Salud y el apoyo internacional de Rotary con su campaña PolioPlus.
Por otro lado, gracias a las vacunas, se batía en retirada en Chile, no para siempre, el sarampión.
En algún momento, con ocasión de un viaje, nos sometimos a otro pinchazo inmunizante, esta vez en la Plaza Justicia de Valparaíso, debidamente documentado en varios idiomas.
Hace algún tiempo la autoridad de Salud recomendaba la vacunación contra la fiebre amarilla en caso de ir a Brasil. Materia cruzada con los intereses del turismo… Nada nuevo.
Historias personales de vacuna a lo largo de los años aplicadas con puntualidad y sin miedo ya como padre de familia y también en la contingencia del ataque de un perro, la antirrábica, o de la herida provocada por un clavo oxidado, la antitetánica. Y cada año, fieles a la rutina de salud, nos hemos sometido al pinchazo que, tenemos fe, nos ha protegido de la influenza.
Bueno, hasta ahora las vacunas han funcionado y esperamos, con la misma fe, que funcionen la Pfizer, la AstraZeneca, la Sinovac, la Janssen o la Gamaleya, que viene de Rusia. Muchos nombres, muchas marcas, estudios, certificaciones, la consiguiente polémica y los anuncios.
Y mientras tanto, seguimos a la espera, sin miedo al pinchazo, pero sí al covid-19, listos para ponernos a la cola, entregados a la ciencia ante la amenaza de estos microscópicos y dañinos ARN.