Hollywood es una fábrica de estereotipos de la que no es fácil escapar. Marlon Brando lo hizo engordando hasta distanciarse por completo del rol de galán que la industria la había deparado. Otros, como George Clooney, siguen aferrados a moldes que funcionan como cárceles cómodas para vidas adineras y exitosas.
El caso de Nicolas Cage es singular: tras un promisorio despegue de la mano de su tío Francis Ford Coppola ¬-quien lo reclutó para "La ley de la calle" (1983)-, y luego de encarar un par de papeles de joven excéntrico (esa mirada perdida y su torpeza magnética no hubiesen permitido otro camino iniciático), la industria cometió el grave error de perfilarlo como un héroe de acción, tapando su excentricidad evidente con altas dosis de testosterona y una enérgica agudeza que no comulgaba con su oscuridad intrínseca.
Cage se convirtió rápidamente en un mal actor, en un cuerpo atrapado en las casillas de las expectativas, en un títere a sueldo que solo pudo brillar cuando se atrevió a desafiar su designio para explotar su faceta de perdedor en películas como "Corazón salvaje", de David Lynch; "Leaving Las Vegas", de Mike Figgis; "El ladrón de orquídeas", de Spike Jonze o "Un maldito policía", de Werner Herzog. Esas y otras pocas excepciones no pudieron salvarlo, sin embargo, de una trayectoria mediocre que caía a pique como el avión de "Con Air", por nombrar una de sus tantas cintas desechables.
Pero algo pareciera estar ocurriendo a sus 57 años de edad, un cambio de eje que puede ser una fuga de Hollywood. O tal vez no. Lo cierto es que el Cage de estos días parece desprejuiciado, auto-paródico y extravagante (recordemos que hace algunos años gastó 276.000 dólares en una calavera de tarbosaurus). Ha reemplazado el acartonamiento de la gran industria por producciones menores y arriesgadas, excentricidades de alto voltaje, apuestas radicales que no temen en ser raras o derechamente malas, pero al estilo de las películas clase B. Digamos que malas pero buenas.
El mal gusto llevado a la excelencia. Como "Jiu Jitsu" (2020), una mezcla de artes marciales y cine de extraterrestres que ha sido oficialmente considerada como la película peor evaluada de Cage por la crítica o la aún no estrenada "Prisioners of the Ghostland", dirigida por el aclamado y controvertido director japonés Sion Sono ("El club de los suicidas").
En el horizonte se vislumbra también "Willy's Wonderland", bizarreada de horror en la que, según el tráiler, un Cage sobreactuado, ensangrentado y silencioso (se sabe que no tiene ni una sola línea de diálogo en todo el filme) se enfrenta al pato mecánico de un parque de diversiones.
Netflix acompaña la transformación del actor con dos ofertas. La primera es "Mandy", película dirigida por el griego/canadiense Panos Cosmatos que se estrenó en Sundance y pasó por Cannes. La apacible vida del personaje de Cage y su novia, quienes viven aislados en el bosque, se ve alterada por la aparición de una secta liderada por un lunático que decide torturar y quemar a la joven. "Mandy" se convierte así en una película de ultraviolencia en la que la redención descansa en la venganza. Cosmatos la filma entre brumas oníricas. Crea un cóctel psicodélico de misticismo, motoqueros en ácido, gore y black metal. Cage grita, maldice, se retuerce y mutila cuerpos con una sierra eléctrica. Pocas veces lo vimos tan inspirado.
La segunda producción es "La historia de las palabrotas", serie documental que analiza garabatos desde una perspectiva histórica y lingüística. Cage es el anfitrión. Vestido de traje, en un living victoriano, juega con la imagen de catedrático para liderar la investigación de palabras como "fuck". La provocación y el kitsch son evidentes. A pesar de todo, la producción no se queda en el chiste y, en seis episodios, logra imponerse como material cultural. Está claro: a Nicolas Cage hay que descubrirlo más allá de las apariencias.
En la serie documental "La historia de las palabrotas", Cage analiza los garabatos.
Por Andrés Nazarala R.
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