Recuerdos escolares del cataclismo universal
Escarbando en la memoria lejana, que a esta altura del partido funciona bastante mejor que la cercana, llegamos a las réplicas del gran cataclismo universal que fue la Segunda Guerra Mundial.
Réplicas de variada magnitud en este rincón del mundo. Para algunos, detalles, simples molestias; para otros, pese a la lejanía, dolorosos dramas. Y, a la vez, el conocimiento cercano de muchos protagonistas de la tragedia.
Nuestra dependencia de las importaciones golpeaba de muchas maneras: combustibles, repuestos, medicamentos y alimentos. El automóvil familiar, un lindo Ford coupe 1938, quedó de para. Se cortó la correa de ventilador. Material estratégico. Seguro, pieza esencial del tanque Sherman. A la chilena, un mecánico con la ayuda de un zapatero, con suela, armó una correa que funcionó. Sirvió poco. Se acabó la bencina, esa que llegaba directamente a Las Salinas y contaminaba los suelos. Se agotó la paciencia y se vendió el auto a bajo precio. Pésimo negocio. Hoy valdría un dineral. Otros, persistentes, aceptaron instalar en sus vehículos un gasógeno, una especie de calefón adosado a la carrocería. Quemando carbón generaba un gas que, misteriosamente, hacía andar los vehículos a tirones y a baja velocidad.
Tampoco había té. Vimos largas colas junto a un camión del Comisariato, nombre de raíces soviéticas ascendiente directo del Sernac, para la venta de mínimos paquetitos del codiciado producto.
Los migrantes
Tras el conflicto, navegando por mares ahora seguros, llegaban al puerto naves de Europa con pasajeros en busca de oportunidades. Migración, nada nuevo.
"Antoniotto Usodimare", trasatlántico italiano cargado de esperanzas. Viajeros con algún capital y unos pocos bienes. Cuenta un aduanero amigo de la casa que en una revisión se descubrió que una opulenta dama ocultaba entre los pliegues de su anatomía una pequeña fortuna en repuestos de relojería. Complicado por los rigores arancelarios del pasado.
Sin más capital que sus manos y ciertos conocimientos de gastronomía, otros italianos descubrieron las bondades del pescado frito nacional. Le dieron trasparencia y ciertos glamur vendiendo estupendas presas de merluza hechas a la vista del público, separados por un gran ventanal, en un local de calle Independencia o Victoria, no me acuerdo bien. Éxito total.
En el mismo barco italiano pagaban su pasaje con melodías unos músicos que amenizaban el largo viaje desde Génova. En el puerto, cesantes. Con buen ojo, los contrató Radio Cooperativa, auditorio calle Lira, junto a la antigua sede de Wanderers. La radio se dio el lujo de tener artistas europeos en vivo a precio de oferta.
La radio de la casa, buena marca europea, nada de China, Japón o Taiwán, comenzó a fallar. Los técnicos locales no se la pudieron. El dato: un alemán recién llegado que había trabajado en quizás qué instalaciones secretas del Tercer Reich, podía repararla. La abrió, movió algunos alambres, un toque de soldadura y listo. La radio de nuevo hablaba de corrido. El técnico aquel ganó prestigió y se convirtió en un próspero comerciante.
Y este aislado rincón del mundo no escapó a las redes de espionaje. A mediados de los 40 del siglo pasado las conversaciones familiares incorporaban datos de suspenso, ampliando lo que publicaban los diarios. Detenciones de espías nazis en Valparaíso, avenida Alemania, y en Viña del Mar, 8 Norte. Color local, claro está, pero se hablaba de una bella dama, llamada Ilse, que en la cocina de su casa tenía un poderoso transmisor de radio. ¿Para qué? Interesaba allá en Berlín el movimiento naviero, especialmente el transporte de materiales estratégicos, como cobre o salitre.
Y la cultura. Años después, un conocido, alemán de origen judío, me muestra en su casa porteña un pequeño grabado enmarcado: un original de Albert Durero que logró sacar de la Alemania nazi simplemente oculto entre las páginas de un libro, antiguo patrimonio de la familia.
Pero algunos se sintieron incómodos, hasta rechazados por los suyos en el nuevo mundo y regresaron a la derruida Europa.
También llegaron al colegio dos jóvenes sacerdotes franceses, Hervé y Reginaldo. Conocieron los horrores de la guerra. Miserias materiales y humanas. Sumaron a la enseñanza del francés, sin grandes resultados, una importante labor social que se proyectó en el tiempo.
Hervé trabajó por años atendiendo a los más pobres en el cerro Santa Inés. Su comedor fue alimentado diariamente por el pan fresco y crujiente que le entregaba Antonio Bloise Cotroneo, quien fuera su insoportable alumno. Reginaldo, por su parte, montó un policlínico en la parte alta Recreo y, precursor en los años 50 del siglo pasado, creó un hogar para madres solteras.
El príncipe
Heinrich von Starhemberg, descendiente de una dinastía austriaca que se remonta a los 1.600, llegó al colegio como alumno. Junto a su madre, la destacada actriz Nora Gregor. Se establecería por largo tiempo en Viña del Mar. Con sus bienes confiscados por el régimen nazi y solo con su capital cultural, madre e hijo fueron acogidos por la familia Vergara, descendientes directos de don José Francisco, en una pequeña casa de la parte alta de la Quinta.
Nora, de larga trayectoria en el cine, filmó una película en el sur de Chile. Heinrich, buen alumno en el colegio, estudió luego Filosofía y Letras en la Universidad Católica de Valparaíso.
Nora, la madre, murió en Chile en 1949. El hijo, con fortuna y tiempo, se dedicó a la literatura y hasta escribió una obra de teatro.
Diego, conocido abogado porteño hoy fallecido, compañero de colegio de Heinrich, me cuenta que junto a los integrantes del curso, fue invitado a Austria, con todos los gastos pagados por este príncipe educado en Viña.
El referido Von Starhemberg murió en 1997 y su recuerdo ayuda a rescatar ese tiempo perdido del cual nos habla con impenitente insistencia Marcel Proust y que, algunas veces, vale la pena recuperar y compartir.
por segismundo