Nuestros sueños automotrices
El primer electrodoméstico que llegó a casa fue una juguera, licuadora se dice ahora. Nada de diseño, interruptores, velocidades, ni algún indicador digital. Simplemente un frasco de tosco y grueso vidrio, poco más de un litro de capacidad. En la parte superior se atornillaba el motor que hacía girar las aspas. Para que funcionara sencillamente se enchufaba y para parar se sacaba el enchufe.
Con su sencillez hacía bien la pega y preparaba en poco tiempo una leche con plátano perfecta. El artefacto, marca Sindelen, creo, era un logro de la industria nacional en tiempos de importaciones castigadas con altos aranceles.
Y había otros avances propios de la modernidad que en versiones más sofisticadas conocíamos por avisos del Reader's Digest, como una aspiradora y enceradora que exitosamente se fabricaba en Viña del Mar, con un motor tan poderoso como el de una locomotora.
OBSOLESCENCIA
Sin grandes pretensiones, tenían estas máquinas el mérito de ser eternas y se desechaban más que nada por feas y pesadas. No por fallas. Nada que ver con esa "obsolescencia planificada" sobre la que hace décadas alertaba Vance Packard en su libro "Los artífice del derroche".
La juguera, después de años de servicio, fue reemplazada por otra máquina denominada "centro de cocina", que hacía de todo. Pero en alguna oportunidad aquel artilugio llegado del otro lado del Océano se negó a funcionar, dejando, día domingo, una bechamel a medio hacer. Tragedia, vergüenza y reproches. Alguien se acordó de la vieja juguera que reposaba, como perro fiel, en un escondido rincón bajo el lavaplatos. Se vació en su feo depósito el menjunje colapsado, se enchufó y sus viejas aspas comenzaron a funcionar. La bechamel fue un éxito.
Junto a sus logros la industria nacional en muchos campos tuvo fracasos estruendosos, de esos que se recuerdan con dolor, como aquel intento de fabricar hojas para máquina de afeitar que resultaron ser un instrumento de tortura y masacre facial. Ejemplos pueden ser muchos, pero quedémonos en la parte llena de la copa.
Y hablando de copas no podemos olvidar aquellos hermosos juegos de Cristal Yungay, fino cristal cortado que acogía los mejores vinos nacionales. Tenemos los restos de uno de esos hermosos juegos, regalo de una gran ocasión. El descuido y el entusiasmo de algunos brindis han ido reduciendo el conjunto y por ahí intentamos encontrar algunas piezas parecidas. La fábrica nacional desapareció bombardeada por las importaciones y los bajos precios, pero no hemos encontrado algo similar a esa belleza y perfección "made in Chile".
En alguna oportunidad, en alas de un paquete "all inclusive", llegamos a Praga. El Puente de Carlos, la casa de Kafka, el reloj de la plaza…en fin todo lo que hay que conocer además de incitantes tentaciones de la hermosa cristalería checa. Miramos, tocamos, golpeamos tras las cristalinas notas del vidrio… Pero, chovinistas, patrioteros, lo que usted quiera, no le corrían a nuestro desaparecido Cristal Yungay. Y siguiendo por el lado de las vajillas evocamos a la incomparable loza de Penco… Teteras, jarros y platitos diversos, elegantes, sencillos, funcionales y durables. La "loza de diario", se decía en casa para diferenciar de aquella loza inglesa comprada hace décadas en la Casa Jacob, Plaza Aníbal Pinto, que se empleaba para atender a los invitados y que en estos días no sería "esencial".
Y con las fronteras cerradas, ya sea por las guerras o por los altos aranceles, la industria nacional hizo lo suyo en telas variadas: desde elegantes casimires hasta delicados materiales para discreta ropa interior o telas para colchones o sábanas para el buen dormir. Acá, en Viña del Mar, a la vuelta de la esquina, se fabricaba todo eso. Como recuerdos de alcance social quedan algunas casas para los trabajadores y hasta las ruinas de una sala de cine por 15 Norte adentro.
Y la guerra frenó la llegada de juguetes que, grueso error, se suponían no esenciales. Así desaparecieron los mecanos que alentaron la creatividad de generaciones y también los trencitos eléctricos, aquellos atractivos Lionel o Marklin, costosos, parte de los sueños infantiles. Pero funcionó la industria nacional. La firma Doggenweiler, de Valparaíso, fabricó, calidad artesanal, unos perfectos trencitos, reproducción de los que corrían entre Puerto y Mapocho, con exactas réplicas de las locomotoras Baldwin-Westinghouse de la desaparecida red.
Industria pesada
Pero seguimos en el pasado industrial de Viña del Mar y encontramos una precursora y sorprendente industria pesada en Caleta Abarca, la Sociedad de Maestranza y Galvanización, empresa creada en Valparaíso en 1860 por el ingeniero inglés Ricardo Lever que, exitosa, se amplió asociada con un señor Murphy y se trasladó a Viña del Mar convertida en sociedad anónima.
Asombra la complejidad y diversidad de su producción: decenas de carros para ferrocarriles de todo el país y del extranjero; 72 locomotoras para Ferrocarriles del Estado, numerosas para las salitreras y también líneas de Perú. Se fabricaron también las estructuras de acero para varios puentes de la red sur de Ferrocarriles, calderas para naves de la Armada y mercantes y piezas de maquinaria pesada industrial.
Obra maestra de la empresa fue el escampavías "Meteoro" para la Armada Nacional, botado a las aguas de la hoy playa viñamarina el 24 de noviembre de 1901. La nave naufragó en el área del Estrecho de Magallanes el 18 de mayo de 1918. Murieron 18 personas. También se construyeron para la Marina seis torpederos.
Aventuras sobre ruedas
Contagiada la empresa con el éxito Henry Ford en los Estados Unidos, se incursionó en la fabricación de automóviles, incluyendo motores y todas sus piezas.
En escala menor, en un anuario de 1919, en medio de una frondosa publicidad, encontramos un aviso de Carrocería y Garage Francia, de Luis Chiffelle, ubicado en calle Almirante Barroso 450, Valparaíso. Don Luis publicita automóviles fabricados en su establecimiento.
Tiempos de sueños automotrices. Autos fabricados en Viña del Mar y en Valparaíso y otros, mayo de 1971, abortados en Casablanca… Pero esa es otra historia.
La Sociedad de Maestranzas y Galvanización llegó a tener a 800 trabajadores. Por años sobrevivieron en el sector, incluyendo el cerro Castillo, las casas de los obreros.
Las nuevas tecnologías, el impacto de la Segunda Guerra Mundial, la competencia internacional de colosos industriales y los altos costos abatieron a la poderosa empresa pese a su sorprendente nivel de producción que tuvo impacto continental, graficado en un folleto promocional que muestra la producción de la gran planta viñamarina.
Se apagaron las chimeneas y fue desmantelada la industria. Nadie se preocupó de la contaminación de los suelos que por décadas albergaron fundiciones y devoradores hornos que consumían petróleo y carbón.
Las chimeneas dejaron de humear y comenzó a arder el fuego del turismo, partiendo en 1946 con la primera versión del Hotel Miramar y sus estrellas ahora veladas por la pandemia, mientras nuestro pasado industrial es solo un sueño ahogado por la globalización.
por segismundo