La biología del amor
Hay un puñado de hombres y mujeres que cuando enfrentan ese destino inexorable que es la muerte, no nos interesan tanto los pormenores de su partida, sino las circunstancias que rodearon su vida: su pensamiento, sus acciones, su metafísica, su obra, su legado. Uno de esos casos notables y, sería injusto no decirlo, excepcionales, es el de Humberto Maturana Romesín (1928-2021). Si hubiera nacido en Alemania sería Niklas Luhmann, en Francia Edgar Moran o Georges Canguilhem, y en el Tíbet un maestro espiritual connotado. Pero nació en Santiago de Chile, con todas las consecuencias que se derivan de un acontecer y reflexión localizados en el sur del mundo, pero situados en esa universalidad inescrutable que es la condición humana. Desde la década del 50, pero especialmente a partir de los 70 de la pasada centuria, Maturana y Francisco Varela revolucionaron distintos ámbitos del conocimiento, desde la neurociencia hasta la computación, pasando por la sociología, la filosofía y la literatura, con su conocida teoría de la autopoiesis que brinda una respuesta innovadora y potente a la pregunta, sencilla y compleja a la vez, sobre qué es la vida, interrogante que se remonta a tres mil ochocientos millones de años.
Mi intención no es hacer una semblanza de la figura de Maturana ni tampoco revisar su legado e influencias y, menos aún, revalorizar una obra que ostenta un valor intrínseco. Lo que quiero es enlazar su último trabajo La revolución reflexiva, publicado en coautoría con Ximena Dávila, con las actuales circunstancias que nos afectan como humanidad, en el contexto de su tesis más general sobre la "biología del amor". Según Maturana, las emociones están decisivamente vinculadas con el lenguaje, el amor y la cultura, pero no a partir de una base espiritual o animista, sino epistemológica. El lenguaje, en términos evolutivos, no emerge de la mera aprehensión simbólica de significantes y significados, sino en la aceptación del otro, esto es, desde el amor hacia un próximo, que en las religiones monoteístas tomará el nombre de prójimo. Maturana llevará a sus conclusiones lógicas el carácter performativo del lenguaje, haciendo hincapié en su capacidad para transformar la realidad.
Este sutil maridaje entre ciencias duras, filosofía, cultura y emociones, tamizado por el lenguaje, permitiría superar la dicotomía comunidad/comunicación que en nuestras sociedades posmodernas se ha vuelto un mantra: o se es comunidad al precio de sacrificar la comunicación, o se privilegia esta última poniendo en tensión la idea de comunidad. Pero en esta tensa cuerda no hay genuina reflexión, sino un ansia desesperada de pertenencia y de certidumbre. Un adoctrinamiento acrítico que se traduce en profunda desconfianza en las instituciones sociales y hacia quienes no comulgan con nuestras ideas. ¿La solución? sencilla y extremadamente compleja al mismo tiempo: el amor, la biología del amor.
por Fernán rioseco Académico de filosofía de la uv