Ascensores y temores
Liborio Brieba fue autor de cuentos esotéricos y folletines históricos de gran acogida en el siglo pasado y antepasado. Nacido en 1841 y fallecido en 1897, para sus episodios nacionales novelados sobre la reconquista y las hazañas de Manuel Rodríguez, tenía fuentes cercanas.
Nacido en Valparaíso, compartió sus inquietudes literarias con un problema urbano: la conectividad entre el plan y los cerros. Tomando ideas de sistemas de otros países, acometió el proyecto de un ascensor que comunicara lo que es hoy la calle Prat con el cerro Concepción.
Como además de ser escritor era ingeniero y también funcionario del Ministerio de Instrucción, logró el apoyo para la iniciativa que no parecía tan revolucionaria en una ciudad moderna como era Valparaíso, que contaba con servicio de tranvías, alumbrado a gas y hasta teléfonos.
El proyecto se concretó en diciembre de 1883. El historiador Samuel León escribe en su completa obra "Valparaíso sobre rieles" que el viernes 30 de noviembre se había efectuado la última prueba del ascensor del cerro Concepción, el cual se convertiría al día siguiente en el primero de 28 complejos mecánicos que comenzarían a transportar pasajeros entre el plan y la parte alta. 1842 personas hicieron uso del ascensor en su primera jornada entre la tarde del sábado y la noche del domingo 2 de diciembre.
En ediciones de esos días, este Diario informa que debido a la alta demanda por viajes, muchos solo por curiosidad, no por necesidad, se agotó el carbón de la máquina que permitía que los carros del ascensor subieran y bajaran.
El sistema empleado, relata León, era de "balanza de agua". Cada carro tenía en su parte inferior un estanque de agua que se llenaba cuando estaba en la estación superior. Ese peso lo hacía bajar y, a la vez, subía el que estaba en la estación inferior, sin agua en su estanque, pues los carros estaban unidos, tal como en la actualidad, por un cable que corría por una gran rueda situada en la parte superior. El agua se descargaba en la estación inferior y era devuelta a la parte alta mediante una bomba a vapor.
El entusiasmo de los porteños era réplica de lo ocurrido el 16 de septiembre de 1855 cuando se abrió al público el servicio de trenes entre Valparaíso y Viña del Mar. El recorrido hasta Santiago sería completado en 1863. En los primeros tres meses recorrieron el limitado tramo Barón Viña del Mar 28 mil personas, que pagaron por el recorrido, más turístico que necesario, $ 24.205 pesos.
La misma atracción por la novedad tenemos en el ascensor, que tenía, y tiene, un recorrido de 70 metros, con una gradiente de 44,5 grados. Tal como ahora, un torniquete para el pago con un implacable contador numérico de pasadas del público, subidas y bajadas. Hasta ahora no hay información de intentos de saltar el torniquete, como aconsejan algunos "progres" por ahí.
La guerra
La rivalidad de las lejanas guerras europeas, la primera y la segunda, estuvo presente con fuerza en Valparaíso. Allá en los años 40 o antes, los estudiantes de colegios vinculados a naciones combatientes, Gran Bretaña, Alemania, Francia o Italia, sostenían en las plazas de la ciudad encuentros nada deportivos.
Relata un exalumno de la Scuola Italiana de Valparaíso que algunos estudiantes, siguiendo la consigna de Mussolini de "vivir peligrosamente", se paseaban por el borde por la elevada cornisa del frontis del colegio de la avenida Pedro Montt, desafiando alturas y ley de gravedad.
Volviendo al veterano ascensor del cerro Concepción, su acceso, tal es hoy día, estaba por un largo pasaje situado entre los edificios del entonces Banco Alemán Trasatlántico -actualmente Registro Civil- y del Banco Anglo Sud Americano, Banco Londres.
Según del lado que usted estaba, el ascensor Concepción se llamaba ascensor del Banco Alemán o ascensor del Banco Londres. Anécdota tras una tragedia.
Nuestras visitas a la casa de la abuelita que vivía en el Paseo Dimalow, cerro Alegre, se iniciaban subiendo por el ascensor Reina Victoria, veterano de 1903. En la estación inferior una señora "tomaba puntos a las medias", en tiempos en que se usaban y no eran desechables. Tenía numerosa clientela. La estación superior terminaba en un puente de madera con crujientes tablones. Té en casa de la abuelita y despedida. El retorno tenía una variante. Se bajaba al plan por el ascensor con apodos bancarios. Nos asustaba esa bajada rápida, con sinfonía de fierros y casi vertical.
Turismo de aventura
Décadas después, primer año de la universidad, amables, invitamos a unas compañeras, creo del sur, a conocer los ascensores porteños. Económico panorama sin suspicacias ni ventajas y al aire libre.
El mismo recorrido de los tiempos de la abuela. Subida por el Ascensor Reina Victoria. Ya no está la señora que toma los puntos. Arriba el mismo Paseo Dimalow con tablas nuevas. Mostramos a las niñas las iglesias, la luterana y la anglicana, corto recorrido y entramos finalmente al ascensor Concepción. El mismo carro patrimonial, más desvencijado que antes, pero linda vista a la bahía. Cierran la puerta que calza a medias. Una luz o un timbre dan la partida y comienza el descenso, demasiado rápido, crujidos inquietantes. Se pierde la magia del paisaje reemplazado por las escaleras de escape de la parte posterior del banco. El temor de las compañeras se refleja en sus rostros a la espera del desastre final. Dignamente ocultamos nuestros propios miedos originarios. Nada ocurre y, finalmente, frenada prudente. Estamos en la estación inferior con su torniquete Stevens & Sons, London 1887, dato que aparece en el libro de León.
Tras el recorrido turístico, sonrisas de agradecimiento, pero más que nada por haber terminado este turismo de aventura. Las entendemos. Casi nacimos con el miedo a esa bajada que pareciera lleva al centro mismo de la tierra.
Recuerdos del viejo ascensor, casi artesanal, con varios nombres, ahora modernizado con dudosos resultados, que hacen evocar al olvidado don Liborio, con su creatividad que iba desde los cuentos hasta la ingeniería práctica.
por segismundo