Oro purito, oro de ley…
Oro purito, oro de ley, yo necesito para mi chey. Estribillo de una vieja tonada de Nicanor Molinare interpretada por los Cuatro Huasos, oportuna en este mes de la Patria con incertidumbres económicas. El tema, que sonaba en esos frágiles discos de 78 revoluciones por minuto rasguñados por la aguja de una vitrola, nos muestra la ambición de un minero que anda "buscando un tesoro, un tesoro pa' mi china, y bajo y subo los cerros, a ver se encuentro una mina".
Es parte de antiguas inquietudes mineras nacionales a escala pyme, donde el pirquinero busca hacerse rico con una veta de oro y así satisfacer las demandas de la chey, una dama, que no es la oficial, pero que mantenerla tiene sus costos.
La materia lleva necesariamente a nuestro pasado minero. Vicuña Mackenna, entretenido cronista de lo humano y lo divino, tiene un libro, La edad del oro en Chile, que cuenta la historia de la búsqueda del codiciado metal en profundas minas o en caprichosos lavaderos de ritmo pausado en algún curso de agua.
Y es justamente llevado o mejor dicho lavado por las aguas, que tuvimos y quizá aún tenemos, oro purito a la vuelta de la esquina.
Sí, en el Marga Marga, ese que remata en Viña del Mar en un curso lento, contaminado y hasta maloliente.
Escribe Vicuña Mackenna:
"Las minas o más propiamente los lavaderos de Marga Marga (Malga Malga, dice el venerable Libro Becerro del Cabildo de Santiago) fueron en sus principios riquísimas y de sus estupendos trabajos háyanse visibles huellas en todas partes en aquel hoy solitario y yermo valle". Esto lo escribía el autor en 1881 cuando apenas existía Quilpué, no se hablaba del Gran Valparaíso y no se pensaba en tomas.
Cita el autor a un soldado de Pedro de Valdivia asegurando que "era la grosedad de estos minerales tan abundante" que venían hombres y mujeres muy pobres que resolvían con el oro de esos lavaderos todos sus problemas económicos.
La historia del oro en el Chile de la Conquista se inicia exitosamente en Marga Marga, pero se extiende a otros puntos de la zona como Quillota, Casablanca, Las Palmas, El Salto, Petorca y hasta Reñaca. Y más al norte en Illapel y Andacollo.
Leyendo atento el libro de Vicuña Mackenna, casi 400 páginas, algún interesado en una minita para satisfacer a la chey aquella podría hacer sus buenos pesos considerando que todavía en este mundo de dólares, euros y criptomonedas, el oro sigue siendo oro y su cotización siempre está al alza como el mejor refugio ante las incertidumbres.
VIEJO CUENTO DEL TíO
Y la ambición por la minita con poco esfuerzo da lugar, hoy como ayer, a algún cuento del tío. Fue por allá por 1877 cuando aparece en Chile un químico, alquimista o lo que sea, alsaciano, Alfredo Paraff. Gobierno de Aníbal Pinto, la crisis económica de turno y falta el circulante metálico. Las monedas de oro y plata se van al exterior para pagar deudas comerciales. Los bancos, pese a la promesa formal, ya no pueden convertir sus billetes en metálico, como era el compromiso y se inicia el curso forzoso de papel moneda amenazado ahora por el plástico. La solución está en tener metales nobles, oro y plata. Ahí entra Paraff, relata Leopoldo Castedo en su resumen de la Historia de Chile de Encina:
"Químico y metalúrgico francés, de amplio saber y modales refinados e insinuantes, propuso a los mineros la explotación de un procedimiento de su invención para extraer las partículas de oro que contienen los minerales de plata y cobre. Realizó experimentos en pequeña escala con un rendimiento de oro infinitamente superior al logrado por los sistemas conocidos. Repitió las pruebas cuantas veces le fue solicitada y logró la formación de una sociedad respaldada por la honradez y el prestigio de numerosos capitalistas y técnicos". Agrega el historiador que "el entusiasmo por el nuevo procedimiento ganó caracteres de delirio… Los que están en el secreto aseguran que la producción de oro será tal que el precio de este metal bajará".
Y sigue la leyenda. Aseguran que 200 años antes un sacerdote español, Alberto Barba, escribió un libro sobre el procedimiento. El libro, más misterios, ha desaparecido de la Biblioteca Nacional y del Convento de San Francisco. Por cable se pide a Europa algún ejemplar.
Entretanto, tiembla la bolsa y, afirma Castedo, "no pocos han malbaratado sus propiedades para comprar acciones del milagroso francés".
Pero estalla la burbuja y se descubre que mientras Paraff explicaba su procedimiento, su ayudante, Rogelio, que simulaba ser retardado mental pero era un verdadero prestidigitador, echaba en los crisoles ardientes oro en polvo de verdad para obtener en los resultados de las pruebas grandes cantidades del precioso metal.
Por su parte, Roberto Hernández Cornejo recuerda en su obra Los chilenos en San Francisco de California que el mismo personaje había instalado allí una fábrica de mantequilla artificial. Recomendado por el cónsul de Chile en esa ciudad, Francisco Casanueva, viajó a Chile. Y bueno, si producía mantequilla artificial también podría producir oro… Hasta se le abren las puertas de La Moneda, donde muestra al Presidente Aníbal Pinto una barra de oro fruto de su procedimiento.
Tras dudas justificadas, el caso llega la justicia. Paraff y su ayudante son detenidos. Llega el proceso a la Corte Suprema. Complejo el caso, pues Paraff tiene varios socios de la elite nacional que podrían ser cómplices. Condenan a cinco años de prisión al químico, que son reducidos a solo cinco de relegación en Valdivia el 1 de septiembre de 1877, mientras su socio sale absuelto.
Se disipa la ilusión que apagaría la crisis, no aparecen las cataratas de oro y hay que volver a la pobre realidad. Pobre y todo, el país sale victorioso de la contienda de 1879.
Crisis y cesantía
Volvamos al Marga Marga en 1932. Otra crisis económica -¿las prohibirá la nueva Constitución?- y la solución podría estar en el oro, no ficticio, sino que de verdad.
Se establece por decreto el Servicio de Lavaderos de Oro, cuya finalidad es lograr el brillante metal y dar trabajo a los miles de cesantes que llegan desde las paralizadas salitreras. En 1933 son 42.000 los obreros que trabajan en esos lavaderos.
En camiones, desde Valparaíso o Viña del Mar, son conducidos los trabajadores que buscan la brillante pepita que escurre por las aguas del estero que baja entonces, cristalino, desde Colliguay.
El Gobierno asesora a los buscadores de oro que obligadamente deben vender sus hallazgos al Estado. El logro final es importante: reducir la grave cesantía y sumar oro a las escuálidas reservas del Banco Central.
Ahora, cuando amenaza la inflación, se escurren las reservas y avanza el retiro del 10%, volver rastrojar en cerros y esteros en busca de oro podría ser la solución. Los derroteros están en el desaparecido libro del cura Barba o en el más reciente de Vicuña Mackenna.
Total, el oro es oro, el más antiguo de los sistemas de ahorro, que en este cibernético siglo XXI se cotiza a 1.813,62 dólares de la onza troy, onza especial para el metal, que equivale a 31,1034, etc. de nuestros gramos. Dese usted la molestia de multiplicar… y a soñar con mejores días.
Y sigue teniendo compradores, algunos muy formales y ajustados de la ley, y otros que nunca faltan y que trafican oro de lavadero y también aquel contenido en gargantillas, anillos y otras joyitas pasadas de moda que arrebatan los malandrines a las damas descuidadas.
por segismundo