"777: La historia de los últimos ídolos albos"
Esteban Abarzúa
Editorial Planeta 216 páginas
$ 14.900
Esteban Abarzúa
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El destino es algo de lo que hablamos cuando jugamos a encontrar explicaciones en el azar de la existencia, cuando Dios, si existe, tira los dados y sale tres veces seguidas el número 7. El destino es otra cosa que ocupa su lugar cuando hablamos de destino, quizás el recuerdo que habita en el futuro de un sueño que nos persigue toda la vida. Marcelo Barticciotto debutó con la camiseta de Colo-Colo en 1988; veintiún años después de 1967, el año en que apareció Carlos Caszely; veintiún años antes de 2009, el año en que llegó Esteban Paredes. Los tres fueron felices durante mucho tiempo en Colo-Colo con el número 7 en la espalda y lograron sobrepasar los límites del favoritismo entre los hinchas de su equipo, cada uno en su estilo. Las razones no necesariamente tienen que ser irrefutables. La vida a veces puede ser ese jugador que, como se dice en el fútbol, juega el partido con el balde en la cabeza. Si hay una línea ahí, una lógica definitiva, quizás tengamos que hablar algún día del Espíritu de Macul.
Antes de ellos los grandes ídolos de Colo-Colo jugaban con el número 8. Al lado del 7 clásico, pero un poco más hacia dentro y hacia atrás en el campo de juego: Enrique Hormazábal, Jorge Toro y Francisco Valdés. En el número 1307 de la revista Estadio, del 18 de julio de 1968, hay una fotografía que resume la convocatoria sentimental de los colocolinos a la fecha. Ahí están Cuacuá Hormazábal, el Chino Toro y Chamaco Valdés, un jueves en la puerta del camarín de Colo-Colo en el Estadio Nacional. Un hombre de treinta y siete años, uno de veintinueve y otro de veinticinco. Hormazábal, el popular Cuacuá, retirado del fútbol un par de temporadas antes, llega a saludar a sus antiguos compañeros que van partiendo a la cancha para un amistoso internacional contra San Lorenzo. Los tres coincidieron en el plantel de 1961, pero nunca aparecieron juntos en la formación. Cuacuá, sin embargo, fue el ídolo de Toro y Chamaco y de paso inauguró la leyenda de la camiseta número 8 de Colo-Colo. El primer 8 identificable en la historia del fútbol chileno, el que sabía perfectamente donde iba a colocar la pelota con su pie derecho, era Cuacuá.
El cambio de paradigma también afectó el paladar colocolino, que hasta entonces se deleitaba fundamentalmente con pases perfectos, pelotazos al vacío y tiros libres con chanfle, en cracks que podían jugar con unos kilos de más y echaditos atrás si les daba la gana para mover los hilos del partido. La precisión y sobre todo la pausa como fantasía popular: hermosos pases de cuarenta metros que surcaban los cielos para caer junto al pie de un receptor afortunado, tiros que reinterpretaban las leyes de la física antes de meterse en un ángulo y apaciguar la ansiedad del resultado. Jugar de 8 en Colo-Colo era el sueño de toda una generación hasta que apareció un muchacho del barrio San Eugenio que proponía un nuevo pacto con los dioses del fútbol: la maniobra alegre que rompe esquemas, reclama suspiros del tablón y encuentra soluciones incluso si todo parece perdido. Es la gambeta de Caszely que irrumpe y hace posible el quiebre: la habilidad innata, pero más que nada la trapacería, el engaño llevado a su máxima expresión futbolística y, por supuesto, el desparpajo, la rebeldía de los nuevos tiempos que pide cancha y camiseta, unos ojos que se creen con derecho a cambiarlo todo sin desviar la mirada.
Carlos Caszely juega de 7 en los primeros siete años de su carrera, en Colo-Colo y en la selección, entre 1967 y 1974. El primer 7 del pueblo en una época de sueños y codazos en las costillas: la época en que ir de frente se podía pagar con la vida, mientras que en el fútbol los equipos en su formación original pasaban de cuatro a tres delanteros, luego a dos.
Ahí se acomoda y deslumbra, por el costado derecho del ataque, entre sus marcadores y el alambrado, para buscar la diagonal que termina en centro o en gol, dependiendo solamente de su propia imaginación. Después, en España, va a seguir un proceso de metamorfosis que lo hará volver a Chile en 1978 como centrodelantero y 9 goleador que, en realidad, ayudará a redondear la memoria de esos días en que empezaba a comerse el mundo y ningún desafío le quedaba grande.
Carlos Caszely es más que un jugador de fútbol, es una utopía: ese tipo de ilusión que alimenta el alma de un pueblo y lo pone a pensar en un destino o en un final de abrazos. Tiene que ver con lo que una vez dijo Luis Álamos, el Zorro: "Cuando gana Colo-Colo, al día siguiente la marraqueta es más crujiente; y el té, más dulce". Caszely es el té y la marraqueta de los colocolinos durante todos esos años en que soñar iba a pagarse con sangre. Es el gol a Unión y a Emelec, el gol en Maracaná, la pelota en sus pies con todos los significados posibles. "La tiene Caszely" es más que una frase en un partido de fútbol, es una idea que perdura a través de toda una vida. En las noches uno puede quedarse dormido en paz cuando el arquero García no lo alcanza con su guadaña, de nuevo, mientras él avanza feliz hacia la eternidad. Una jugada de fútbol existe tantas veces como pueda ser recordada por quienes quedaron marcados por ella. Caszely también es aquella jugada en que "se pasó". Se pasó a casi todo el equipo contrario: ellos pasaron de largo y él se pasó de grande. Hay gente que todavía sueña con ese momento de la vida de Caszely, ese momento de sus propias vidas que está más allá de la historia y del olvido.
¿Cuáles eran realmente las probabilidades de que el siguiente ídolo en Colo-Colo repitiera el número de la suerte en su espalda? No pocas, en realidad. Las coincidencias no son más que caprichos del azar a los que les gusta jugar a las escondidas con el entendimiento humano. Según las matemáticas, por ejemplo, en un grupo de apenas veintitrés personas hay más de un 50% de posibilidades de que dos de ellas celebren su cumpleaños el mismo día. Luego los sentimientos también hacen su trabajo y empiezan a descartar la evidencia que no cumple con los requisitos de la teoría feliz. Caszely jugó siete años de 7 en Chile y cuando volvió jugó siete años de 9. Marcelo Barticciotto, en dos periodos, jugó durante once años de 7 en Colo-Colo. La línea recta, arbitraria y selectiva, es un camino que trazan las leyendas en su afán de trascender. Pero ojo: Barti jugó con el 11 en Huracán, en Universidad Católica y en la primera de sus dos temporadas en el América de México. Donde termina la casualidad comienza la genealogía de los afectos en la historia de un equipo de fútbol. Es el 7 el que lo atrapa a él cuando llega a Colo-Colo.
Carlos caszely camino a entrenar con un personal estéreo al cinto.
el alemán heynckes desborda a carlos caszely.
chamullo ampuero, carlos caszely y galindo en 1973.
Por Esteban Abarzúa
"Cuando gana Colo-Colo, al día siguiente la marraqueta es más crujiente; y el té, más dulce". Caszely es el té y la marraqueta".
archivo el mercurio
"El destino es algo de lo que hablamos cuando jugamos a encontrar explicaciones en el azar de la existencia".
archivo el mercurio
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