El problema: cada uno es otro
Adelanto del libro "La política de la identidad" Por Carlos Peña
No soy un automovilista negro. Nunca seré un automovilista negro. No sé lo que es mirar por el espejo retrovisor y ver las luces intermitentes y sentir que se me revuelve el estómago. Pero soy un ciudadano.
Mark Lilla
En una entrevista que apareció en la revista Elle el 1 de julio de 2021, Emmanuel Macron, presidente de Francia, el país donde se proclamó la universalidad de los derechos humanos y se inventó la idea de nación como una comunidad abstracta en torno a la ley, dijo que la francesa era una sociedad «gradualmente racializada», que poco a poco «remite a cada uno a su identidad». El resultado, dijo, es que esta «lógica interseccional lo fractura todo». Estoy, concluyó, «del lado universalista. No me reconozco en una lucha que remite a cada uno a su identidad o su particularismo».
Macron llamaba así la atención acerca de una disputa entre dos formas de concebir la vida política y social que parece estar hoy en expansión.
Una de ellas, a la que podemos llamar el punto de vista de la democracia liberal, concibe a la vida política como un ámbito en el que se relacionan sujetos que reconocen una condición común que les permite interactuar entre sí por sobre las diferencias particulares que los constituyen o por sobre las trayectorias vitales en que cada uno se forjó. Para este punto de vista, el hecho de que usted sea indígena, emigrante, hombre, transexual o proletario, no logra apagar un rasgo que compartiría y que lo iguala con quien es europeo, nativo, mujer, transexual o burgués. Ese rasgo sería la racionalidad que le permite trazar un plan de vida y adecuar el conjunto de sus actos a ese plan y cooperar e interactuar con otros en medio de un mundo plural. La razón le permitiría a usted tomar distancia de sí mismo, mirarse de forma reflexiva, relativizar las circunstancias de su clase, su etnia o su género, y deliberar en condiciones de igualdad con otros. Esa condición igual haría posible, además, contar con derechos de los que serían titulares todos los miembros de la clase de los seres humanos -«la familia humana», como aparece en la Declaración de los Derechos Humanos-, y sobre la base de esos derechos corregir o criticar las culturas cuyo valor final no provendría de sí mismas, sino del grado en que realicen los valores que se esconden en los derechos.
El otro punto de vista -que causaba la alarma de Emmanuel Macron- concibe la vida social como el encuentro entre personas diferentes, seres cuya identidad, por haberse forjado al interior de determinadas circunstancias históricas o culturales, algunos en una comunidad indígena, otros en un barrio burgués, los de más allá en una comunidad religiosa o integrista, no son capaces de reconocerse de forma espontánea como iguales. Los derechos universalistas -el primero de todos: el de la igualdad- ocultarían diferencias muy profundas entre las personas que si se ignoran favorecerían la dominación o la explotación de unos sobre otros. Al ignorar la forma en que cada uno configuró su memoria y la idea de sí mismo, los miembros de la democracia atribuirían sus distintas posiciones de poder a características intrínsecas, que sin embargo no serían sino formas naturalizadas de una herencia social. Detrás de la ciudadanía abstracta existirían individuos que habrían constituido su idea del yo y del mundo a su alrededor, definido su posición en la estructura social y la relación con los otros -como dominador o dominado, como quien padece las reglas o en cambio se ampara en ellas- no como resultado de su desempeño sino como fruto de la cultura en medio de la que se formaron. La racionalidad -que la democracia liberal atribuye a todos por igual- ocultaría ese hecho porque incluso lo que llamamos razón sería una forma de identidad que sirve de coartada para que algunos seres humanos dominen, exploten o menosprecien a otros.