Un hombre frente a una biblioteca sin fin
En "Combustión espontánea", el cronista chileno Roberto Merino repasa los libros que leyó desde niño hasta hoy. Rescatamos dos piezas de la obra.
Cuando yo era joven, febrero traía una discreta felicidad: éste era el mes en que me dejaban solo, a cargo de una vieja casa. Podía, por tanto, ensayar el libreto de una independencia que aún no me correspondía vivir. Deambulaba por los patios, indagaba ciertos asuntos de óptica en los espejos, dormía siestas que en ocasiones se prolongaban hasta el anochecer, acompasado el sueño a lo lejos por las medias horas y las horas de las campanadas de dos relojes de pared. Era una vida que me parecía perfecta, fresca, silenciosa, sin límites.
Como aquella era la casa en que me había criado, podía a veces conectarme con el niño que ya no era. Me detenía un momento en un pasillo y atisbaba hacia el pasado, casi inminente por la conjunción de la luz y los objetos. Estaba como a punto de verme a mí mismo pasar corriendo a esconderme detrás de los sillones. Dada la soledad en la que me hallaba y mi nula inmersión en el sistema económico, hacía estos ejercicios sin las frecuentes interrupciones de la realidad.
Otras veces iba más allá: me sumergía en un mundo anterior, el de mi familia. Había muchos vestigios, muchas pistas que seguir en relación a una vida que en sus formas parecía distinta de la que conocía. Trataba de desentrañar alguna historia -ojalá vergonzante- en cartas y fotografías encontradas en un cajón falso, o me divertía hasta el cansancio con la retórica de las antiguas revistas.
No sé cuántos febreros fueron así. Quizás cinco o seis. Pero el hecho es que fue tan radical la volada y tan sustraída la experiencia, que por automatismo mis expectativas de las vacaciones hasta hoy, más que con la playa o el campo, tienen que ver con el pasado revisitado en soledad. Ya no está la casa ni la protegida libertad de entonces, pero febrero sigue siendo idealmente para mí el mes de la indagación retrospectiva.
Si tuviera que precisar una experiencia literaria "formativa", no dudaría en mencionar lo vivido en aquel período. Aprendí, leyendo tantos libros de poesía datada, ineficaz, un tipo específico de humor: el que nos lleva a reírnos de los fracasos expresivos del otro, pero aprendí también a distinguir la poesía de la versificación a instancias de Guillermo Matta o de Eusebio Lillo. La mayor parte de los libros de poemas acumulados en esa casa no eran más que palabras dispuestas según algún patrón sonoro. Los poetas siempre aparecían excesivos e inverosímiles, o filosofantes hasta el aburrimiento. Si querían inferir un paisaje terminaban conjurando un lugar común. Sin embargo, del recuerdo de tantos intentos poéticos fallidos me llega una imagen que no sé por qué existe y cuya expresión imposible revela mi propia incapacidad para escribir. Es una playa dorada por el sol tardío, es Bucalemu, son los últimos deslindes de un campo, las rumas de alcayotas, los sacos de sal y la espuma levemente mecida por las olas de 1850, que esencialmente son las mismas de hoy.
Rostros sin nombre
Es imposible dimensionar la multitud de páginas por las que hemos pasado nuestros ojos y que luego, más temprano que tarde, hemos olvidado. Extensos novelones, infinidad de poemas, inteligentes observaciones, textos eruditos: estuvimos ante ellos algún día, o más bien dentro de ellos, pero hoy han pasado a engrosar el caudal indeterminado de la realidad.
Es un fenómeno que no requiere solución, en tanto no constituye un problema, pero que no deja de resultar misterioso. Hace unas seis semanas, por poner un ejemplo, me pasé horas tirado en la cama atrapado por la magnífica novela El filo de la navaja, de Somerset Maugham: una historia larga, despejada de acentos sentimentales, de palabrería, y -lo que es mejor- desprovista de poesía. Lo que hoy recuerdo es poco más que esta lista de características: escenas climáticas, atmósferas parisinas, rostros sin nombre.
Un primo mío, psiquiatra, atendió hace ya tiempo a un joven que no podía parar de leer: terminaba un libro y seguía inmediatamente con otro. Su mente no retenía nada de lo leído, las palabras -cientos de miles de palabras- pasaban como por un caño rumbo a la disolución y a la inexistencia. Su experiencia de leer sucedía en un presente muy estricto. El caso hubiera interesado a Oliver Sacks.
Si uno piensa dos veces seguidas en esto, se hará necesariamente la pregunta "¿por qué leer?". Esta pregunta es una majadería de aquellas con las que solemos complicarnos la vida. Nadie que tenga a los libros incorporados a su cotidianidad se cuestiona el hecho de leerlos: simplemente lo hace en la medida en que disponga de tiempo y de una mínima tranquilidad mental. Sin embargo, podemos tratar de responder. Hay gente que lee por no quedarse fuera de las modas literarias, otros leen por fanatismo, y otros para encontrar una especie de esencia, un núcleo de sabiduría. Estos últimos son los que subrayan los libros con lápiz de pasta justo en aquellas frases que podrían tener un valor aforístico. Aprecian las novelas más por las reflexiones de los personajes que por su arte de la representación. Es presumible que, al igual que Gurdjieff, un día descubran que las respuestas buenas no se encuentran en la letra impresa, sino "allá afuera, en el mundo" o "dentro de uno mismo", lo que en el plano místico vendría a ser la misma cosa.
Yo podría decir que leo porque me interesa el modo en que se dicen las cosas, porque me atrae el hecho de que existan perspectivas distintas para mostrar la vida de siempre. Leo también porque me gusta imaginar situaciones: personas moviéndose en paisajes. Y leo para olvidar, para recordar, para procurarme compañía, para obtener emociones, para sentirme despierto y para quedarme dormido. Me gustan también las frases que con economía de palabras logran dar cuenta de la conducta humana: "Cada innovación de la tecnología la sentía como un triunfo personal", de Houellebecq; "Era capaz de amar a un erizo", de Nabokov; o una de Blest Gana que me refirió el actor Luis Alarcón: "Encendió un cigarrillo para tomar una actitud".
(Ambos textos incluidos en el libro de ediciones UDP fueron publicados originalmente por El Mercurio).
Las columnas de "Combustión espontánea" fueron escritas por Merino entre los años 2007 y 2020
Por Roberto Merino
María José Durán S.