Noli me tangere
Adelanto del libro "La Virgen de la Patagonia" Por Jorge Baradit
La Patagonia chilena es el fin del mundo. América se recuesta sobre el costado del planeta y estira su último dedo congelado hacia el sur, apuntando a ese otro planeta desconocido que es la Antártica. Yo nací allí, al borde de lo imposible. Hija de hombres y mujeres que no estaban contentos con ellos mismos ni con el lugar donde vivían y buscaron por todo el continente, hasta llegar a este borde desde donde se miran las estrellas y ya no hay espacio para seguir huyendo.
Mis bisabuelos venían de Europa, de la máquina, la ciudad y el ruido. Mis otros bisabuelos vivían en la Edad de Piedra, envueltos en pieles, navegando los canales en canoas de corteza sobre enormes extensiones de silencio. Hacían fuego con piedras para cocinar pescado, mariscos, gusanos de mar, crustáceos, algas o lo que se pudieran echar a la boca, siempre hambrientos. Se engrasaban la piel con aceite de lobo. No se bañaban nunca, para no perder esa capa mugrienta y hedionda, único aislante que los separaba del hielo atroz que corta como cuchillo la respiración de la Antártica, que llegaba como un fantasma de diamantes cuando la noche más larga los obligaba a esconderse de sus terrores. Sucios, fétidos, tranquilos, de pronto se vieron trabajando en industrias gigantescas como glaciares que aterrizaron de la nada y sin aviso, metidos entre tuberías, engranes y cintas de ensamblaje, dentro de cavernas mecánicas donde respiraban vapor, queroseno y carbón, sin entender nada de lo que estaba ocurriendo. Con los años, comenzaron a usar teléfonos y a ver imágenes lechosas a través de cajas que parecían encerrar espíritus blanquecinos. La civilización fue dura, como la geografía; un torbellino de fierros que pasó afeitando la piel de la Patagonia. Los que no se adaptaron fueron cazados como animales en las pampas. Una libra esterlina por cada cabeza de indio; una libra y media si era acompañada de una teta. Muchos se volvieron locos, otros perdieron el alma, como yo.
Hay cráteres del período pérmico y antenas satelitales en la villa Río Rojo, el conjunto de cabañas apiñadas donde nací hace dieciocho años, y donde unos cuantos aún se congregan para no morir de frío. En realidad, nací un poco más al oeste, remontando un río de agua intragable, llena de minerales y hojas podridas que le dan un aspecto sanguinolento. Vena abierta que baja de Monte Rojo, a cuyos pies se instalaron mi abuela y mis padres antes que todo se fuera al carajo.
Es 10 de septiembre de 1978. Son las nueve de la mañana y voy en un bus que suena igual que el mueble de las ollas que mi abuela abre para cocinar su cazuela de pollo. ¿Cómo estará mi lela? Cinco años sin verla, que para ella deben haber sido nada, un suspiro a sus ochenta años, toda la vida para mí. Quizás sea la última vez que pueda abrazarla. ¿Vine a despedirme? No tengo idea de por qué vuelvo a este agujero.
-¡En veinte minutos llegamos a Puerto Blake! ¡Dos horas más para Río Rojo! -grita el asistente del chofer.
Las distancias en Chile son infernales. Desde el espacio debemos vernos como una extensión vacía con unos pocos puntos de luz, ciudades que parecen islas de las que salen buses como barcos, adentrándose en espacios negros donde no hay nada. Los viajes son saltos de fe en territorio inexplorado. Sí, la Patagonia es un desierto helado y Río Rojo es apenas una costra de bosque en medio de cerros escarpados. ¿Qué hace la gente viviendo en estos páramos de viento congelado, donde hasta los pocos árboles que hay crecen inclinados por la violencia de los elementos?
Mañana, las autoridades de Río Rojo celebrarán con un diminuto desfile los cinco años del golpe militar del 11 de septiembre de 1973. Una parodia con banda en medio del vallecito escarpado, aislado a varios kilómetros a la redonda, donde nadie escuchará el himno nacional interpretado por carabineros gordos y sus tubas y trombones abollados.
El sueño, el bamboleo del bus y ahí afuera los caranchos, esas preciosas aves de rapiña, pequeños dinosaurios emplumados que vigilan el paso de los vehículos desde las cercas, esperando que el bus atropelle a alguna de las miles de liebres que arrasan los plantíos. Son carroñeros, y las liebres, estúpidas. Las carreteras de Tierra del Fuego están cubiertas de liebres molidas, secas, reducidas a polvo por cien neumáticos que las hunden cada vez más, costra seca, carretera cadáver. Pasan caranchos por mi mente en vez de ovejas, y mi cabeza comienza a apagarse. Veo Río Rojo acercarse, estoy dentro de mi casa, el pueblo está en la esquina de mi baño, diminuto, microscópico, rodeado de bacterias como cardúmenes sobre un mar de baldosas hechas de témpanos. Veo también a los brujos de la televisión que mi abuela oía volar sobre el pueblo, montados sobre cóndores o vistiendo los chalecos de piel humana que ellos mismos fabricaban. Mientras mi cabeza bambolea, se convierte en el bus dentro del bus donde viaja mi familia, vestida con las pieles de mis antepasados recitando un lenguaje que no entiendo y...
-¡Control policial! ¡Todos abajo, rápido, rápido!
Un soldado armado con un rifle M-16 nos apunta, y abajo tres más gritan órdenes que trato de entender mientras despierto y tomo mi bolso para bajar.
-Deja el bolso ahí, cabrita -me dice el militar, que me mira con rabia y me hace un gesto para que baje.
-¿Me viste cara de argentina? -le murmuro mientras paso a su lado.