RELOJ DE ARENA
Acabo de comprar un automóvil cero kilómetros. Contar algo así ya no es presunción. Es simplemente una experiencia compartida por muchos, a veces tras larga espera, pues el mercado ha estado colapsado en los últimos meses por la demanda. Los retiros de fondos, dicen, hicieron superar la oferta pese a la creciente incursión automotriz oriental.
Son cosas del mercado y, decía don Patricio, "el mercado es cruel". Pese a todo, gobernó con acierto y con buenos apoyos, como el genial don Edgardo o mi amigo el diestro Alejandro, por mencionar solo a algunos de la primera línea presentes en su complicada administración.
Evocando, quizás con malicia, dirán que la diferencia se nota. Claro, es algo inevitable.
Bueno, y tenemos los denostados 30 años, con sus luces y sombras y con un sello de consumismo que encontramos hace tiempo muy bien analizados en un libro del muy interesante investigador norteamericano Vance Packard, Los artífices del derroche. Vale la pena leerlo.
Insistiendo en esto de la lectura, viejo vicio, y volviendo al auto cero kilómetro, me encuentro con que el vehículo no trae un manual. Teóricamente lo trae, pero esta online y hay que leerlo en el computador o el teléfono. Tiene 268 páginas y piense usted lo incómodo que puede resultar consultarlo para resolver un problema en medio de la ruta, con chaleco amarillo y todo.
La excusa para no entregar un manual de verdad es que así se contribuye al medioambiente, evitando el gasto de papel que supone celulosa y, en último término, echar abajo arbolitos, violentando los derechos de la naturaleza.
Pese al argumento, sigo exigiendo un manual de verdad, de papel, un librito con explicaciones generalmente crípticas que después de varias lecturas ayudan en la tarea de cambiar un neumático. Y hasta ahí llegamos nada más, pues nuestra experiencia de décadas en motores con carburador, distribuidor, bobina y cables de bujías de nada sirve en los modelos actuales con motor sellado y únicamente con unos terminales para un examen con escáner, versión para fierros y alambres del aparato que se usa en los centros médicos para examinar humanos. Perdón, también para otros seres sintientes parte de la humanidad.
El capricho del manual se puede relacionar con mi afición a los libros, digamos, "de verdad", no solo en cuanto a contenido, sino que en su materialidad.
No me gustan los e-books provenientes de infinitas bibliotecas digitales que se leen en variados artilugios computacionales como el popular Kindle. Claro que no ocupan lugar cuando la vivienda es cada vez más reducida. Y claro, también hay que pagar por el acceso. Además, son un riesgo. Se lo pueden robar cuando uno está leyendo en la pantalla, descuidado, en un bus o en algún parque, riesgo que no se corre con un libro de papel.
Adornos culturales
Un amigo, medio en broma y medio en serio, se lamenta porque esos libros digitales no se pueden lucir en el living de la casa como una expresión de cultura. Es un hecho que para muchos los libros son solo un adorno de buen gusto que da patente de ilustración. Se cuenta que algunas personas, "aspiracionales" y con casa grande, compraban libros "por metro", para lucir los lomos de obras que jamás leerían.
Y confieso que he pecado algunas veces. En un remate, uno de esos buenos remates que hacía hace décadas la Casa Blanco, compré una enciclopedia en inglés de principios del siglo pasado. Hermosos tomos de color rojo con letras doradas bajo relieve. En el interior grabados de diversas expresiones de la cultura decimonónica, algunos, a todo color.
Leopoldo, mi amigo y compañero de subastas, me advirtió discretamente:
-Está incompleta, llega hasta la S, le faltan dos tomos…
-No importa, es bonita y salió muy barata…
Un lindo adorno a bajo precio. Se ve muy bien a la entrada de la casa. Y si fuera vanidoso, sería un estupendo fondo en algún zoom con los amigos lejanos en estos tiempos de pandemia.
Pero una cosa son esos bonitos libros de utilería y otros son los de verdad, algunos muy buenos que acusan el paso del tiempo y la lectura. Las letras no se gastan, pero ceden los empastes. Malas encuadernaciones de ediciones donde se advierte la huella de la economía en materiales y mano de obra.
El entretenido y bien escrito En el viejo Almendral, de Edwards Bello, tiene cuadernillos completos sueltos y al tratar de ordenarlos se confundieron las páginas. Una edición completa de En busca del tiempo perdido, Marcel Proust, siete tomos, padece del mismo mal, con la diferencia que al ser más tomos la confusión puede ser mayor, especialmente cuando han sido víctimas de algún terremoto o de la antigua costumbre de releer.
Mucho más nuevo y el mismo problema castiga a Estambul ciudad y recuerdos, de Orhan Pamuk, Premio Nobel, afectado quizás por la lectura colectiva de familiares y amigos.
Descubro que esos libros y muchos otros que no son de adorno, pecan de fragilidad. Las ediciones de precio razonable se arman con un pegamento en el lomo. Así se unen las páginas. Sin duda un buen pegamento, pero el tiempo, la humedad, la sequedad y el uso hacen lo suyo y el pegamento deja de pegar y las páginas se desordenan.
El problema está cuando se quiere releer algún libro que gustó o que -buena cosa- lo dejó a uno pensando, importante ejercicio. La ilusión de la recreación se derrumba en esas caprichosas páginas desordenadas.
Trabajos manuales
Teníamos un multifacético profesor, el señor Jiménez, que enseñaba matemáticas y también hacia el ramo de trabajos manuales, hoy desaparecido en medio de tanto cambio de programas lectivos.
Importante las matemáticas, ahora simplificadas con calculadoras científica y computadora. La regla de cálculo de los ingenieros, esa que llevaban como insignia en el bolsillo superior izquierdo de la chaqueta, es hoy una curiosidad.
Pero volvamos a los trabajos manuales, ramo menospreciado con clases bien chacoteadas. Recuerdo que el señor Jiménez nos enseñó a empastar libros y cuadernos. Con modestos 10 cuadernos de 20 hojas se hacía un gran cuaderno empastado y entonces costoso de 200, con tapas de cartón y lomo de tela. Con paciencia se recuperaban además libros despreciados, no por su contenido, sino que por mal estado.
Se usaba aguja, hilo grueso, unas cintas especiales de tela y cola para pegar. La clave estaba en el costureo del lomo, con pequeños nudos en cada cuadernillo. Ahí estábamos dando puntadas no por el interés de recuperar una obra literaria arrumbada, sino que por la nota. ¿Usted leyó El Quijote por inquietud literaria o por la nota?
Terminado el trabajo, solidificado en lomo con cola, auténtica de esas que se vendían en panes y usaban los carpinteros, había que ir a una imprenta donde con una guillotina se emparejaban las páginas y listo, flamante, el cuaderno o el libro.
Esa técnica que, por supuesto en la adolescencia no valoramos, se debe remontar a los tiempos que recrea El Nombre de la Rosa, la obra de Umberto Eco, que hablaba de esa biblioteca en que los monjes -antes de la imprenta de Gutenberg- copiaban textos enteros con delicada, adornada y elegante caligrafía. Esas páginas eran cuidadosamente empastadas en valiosos e irrepetibles códices -de ahí viene la palabra código- que subsisten hasta la actualidad.
Más cerca en el tiempo había una costumbre perdida. Empastar revistas. Se conservan por ahí colecciones de Zig Zag, Sucesos, El Peneca, Estadio, Ecran, publicaciones que con imágenes y textos son testimonio gráfico que nos ayudan precisamente a rescatar ese tiempo perdido de nuestro desordenado Proust.
Don Eduardo Budge, prócer de Valparaíso, por largo tiempo regidor, legó parte de su biblioteca a la Universidad Católica. Una sala guarda el Fondo Budge, parte del cual es una colección de la revista porteña Sucesos perfectamente empastada. Historia en tiempo real, de papel.
Me gustaría recordar la técnica del empaste y dedicarme en el tiempo libre a rescatar algunos buenos libros en mal estado y poder sumarlos a esos ornamentales que dan patente de cultura.
Pero sin salir del tema, insisto en mi capricho ancestral y originario de tener un manual en papel de mi auto nuevo.