La educación: el problema central
Uno de los problemas más severos del Chile contemporáneo lo constituye la cuestión educativa. Y lo más alarmante es que el ministro de Educación parece no advertirlo, envuelto como está en múltiples declaraciones acerca de la comunidad escolar, la condonación del CAE y lo último, sus idas y venidas en torno al proyecto de los liceos Bicentenario.
En medio de esas brumas -y sin que nadie hasta ahora lo asuma del todo- asoma la crisis de la práctica educativa.
Para advertirlo basta recordar lo que ocurre en los liceos de Santiago convertidos en centros de desorden, lugares donde los estudiantes han hecho de la resistencia a la autoridad su objetivo fundamental. Por supuesto, el desorden es propio de la experiencia educativa.
Lo que en este caso sorprende es la incapacidad de las autoridades y del ministro de Educación para comprenderlo y hacerle frente.
¿Cuáles son las causas de este fenómeno?
Desde luego, una de las principales, que se arrastra ya por una década, es la estrechez intelectual, la tendencia a reducir fenómenos complejos a un único factor. En efecto, durante la última década, si no más, hemos estado envueltos en la idea de que el lucro en especial o la estructura de la provisión escolar es la causa de todos los problemas. Este énfasis en la estructura ha hecho olvidar u oscurecido la comprensión de otros factores que son intrínsecos y propios de la experiencia educativa.
Se suma a ello el deterioro de la autoridad del profesor y la mala concepción de la sala de clases. Desde que el sistema escolar fue fundado por Federico II de Prusia en el siglo XVII, la escuela ha tenido por objeto sacar a las nuevas generaciones del abrigo de la familia e incorporarlos a la ciudad y a la racionalidad. Así, la escuela ha estado permanentemente animada por la universalidad de la razón o de la ciudad y no en cambio por el énfasis en la particularidad del origen. La escuela nace para incorporar a las nuevas generaciones a la ciudad, la civitas (de ahí cives, ciudadano).
Pero desgraciadamente, el ministro de Educación, o quienes lo asesoran, insisten en que el objetivo fundamental es el cambio de paradigma educativo y subrayan una y otra vez la necesidad que la comunidad escolar tenga la última palabra. Pero allí donde se fortalece a la comunidad se deteriora con la misma intensidad la autoridad del profesor, que es fundamental para que la tarea educativa pueda llegar a término. Bastaría citar a Wittgenstein para advertir que solo se puede aprender a partir de unas cuantas certezas que se fundan no en la evidencia, sino en la autoridad. Sin profesores dotados de autoridad (la autoridad no es lo mismo que el poder desnudo) la educación no es simplemente posible: el profesor se convierte entonces en un terapeuta o un policía.
Y así estamos. Hoy las escuelas ya no se distinguen por la forma que enseñan o por cuán eficaces son a la hora de hacerlo, sino por la tarea que cumplen de manera predominante los profesores y profesoras, quienes desprovistos de la auctoritas deben dedicarse o a ser terapeutas o controladores.
"Desgraciadamente, el ministro de Educación, o quienes lo asesoran, insisten en que el objetivo fundamental es el cambio de paradigma educativo y subrayan una y otra vez la necesidad que la comunidad escolar tenga la última palabra. Pero allí donde se fortalece a la comunidad se deteriora con la misma intensidad la autoridad del profesor, que es fundamental para que la tarea educativa pueda llegar a término".