RELOJ DE ARENA Globalización desde el estómago
Fue la novedad gastronómica en Valparaíso de los años 60 del siglo pasado. Un restaurante chino. Se sabía de los que había en Perú, las chifas, y algunos en el norte, en Iquique.
Era algo novedoso en la oferta local, con la tradición de las cocinas alemanas, italianas, españolas y hasta árabes. Algunas muy buenas que se reproducían también en el día a día de las cocinas domésticas criollas.
Pero el restaurante chino traía muchas novedades desde los productos mismos, su preparación y presentación, donde había y hay mucho de artesanía y delicadeza que no se aprecia en nuestras cocinas tradicionales.
En primer lugar, la oferta era de menús colectivos, donde todos se servían en los mismos platos muy bien presentados. Además, estaban como curiosidad lo palitos para servirse los bocados, lo cual exige cierta destreza en su manejo, destreza que para algunos es difícil de lograr y, fatalmente, se recurre al tenedor o al agresivo cuchillo, que corta, hiere.
La presentación misma del conjunto de platos era tentadora, pero, al gusto de los chilenos, con una gran ausencia. No había pan.
¿Se ha fijado usted que de partida en los restaurantes de todas las categorías aparece, de algún modo, una panera, a veces mantequilla y algún pebre?
Una adicción nacional, caro y todo, es el pan con exigencias de su calidad. En un sencillo restaurante limeño nos sentamos a la mesa y nos atiende un diestro camarero. Toma el pedido y vuelve rápidamente con una bandeja, diciendo, "los chilenos comen pan".
Bueno, los chinos no se rinden a esa adicción y en vez de pan tenemos una porción de arroz. Claro, no es lo mismo, pero se ajusta al menú.
La evocación es del restaurante Pekín, calle Salvador Donoso, que subsiste. Un negocio más, dirá usted. Claro, pero con algo de fondo. Nos mostró otra forma de comer, lejana, pero parte de una gran cultura que hoy se nos hace presente en variados frentes.
Fue, de hecho, una concreta expresión de globalización, seguida luego por cocinas japonesas, coreanas, tailandesas y otras que viajaron desde Asia. Con una mirada antropológica se podría afirmar que la globalización parte por el estómago.
Las costumbres alimenticias viajan más rápido que las ideas y llegan para quedarse y toman carta de ciudanía.
Los fideos
Ejemplo clásico son los fideos, las pastas para decirlo de forma elegante. Dicen que llegaron de China, posiblemente gracias a las incursiones de Marco Polo en el siglo XIII, se instalaron en Italia y pasan a ser parte de su capital culinario como alimento popular. De ahí, siglo antepasado, saltan al Nuevo Mundo y llegan a Chile. Acá los migrantes italianos inician su fabricación y la pasta, fideos insisto, son un plato popular y económico salvador de muchas crisis y siempre presentes en las ollas comunes.
Otra notable expresión de globalización es el té. Original de Oriente, de climas cálidos, llega a Chile en el siglo XIX desde Inglaterra. Allá el tiempo es horroroso, pero los gringos que lo descubrieron en la India popularizaron su consumo y desde Gran Bretaña lo trajeron a Valparaíso. Aquí, quizás por agrado o por arribismo, dirán algunos, su uso se popularizó para llegar a convertirse casi en la bebida nacional y hasta en medicamento que sirve en afecciones gástricas -con harta azúcar recomienda mi amigo médico-, molestias en los ojos o, con jugo de limón, en casos de resfríos. Pero también es una bebida social, five o'clock tea, perfecta acompañada de scones y tostadas con mermelada de naranja agria, notas británicas, y hasta para encuentros sentimentales.
"Tea for two, and you for me alone…", el temita de Doris Day, la rubia aquella de tantos filmes, fallecida en 2019.
La papa misma
La papa, la modesta papa. Se afirma que su origen está en el altiplano andino, Bolivia o Perú, y su consumo se remonta hasta 8 mil años antes de Cristo. Pero la cosa no esta tan fácil, pues otros investigadores sitúan su origen en Chiloé. Y ahí, con la bandera al tope, como con el pisco, nos quedamos. La pobre papa, quizás cómo, viajó a Europa en las naves de los conquistadores españoles en el siglo XVI. La sembraron como curiosidad y se propagó por el Viejo Continente en medio de polémicas que iban desde propiedades medicinales hasta peligrosidad en su consumo. En el siglo XVIII, sin embargo, se extendió su uso y el científico francés Antoine Parmentier difundió sus propiedades alimenticias. En el siglo XIX se convirtió en solución ante hambrunas y conflictos sociales europeos. Como muestra de la épica de la papa y su globalización tenemos dos platos clásicos, la famosa tortilla española, de mil versiones, y la distinguida sopa o crema Parmentier, homenaje a su promotor. Por cierto, están las papas fritas condenadas a la condición de comida chatarra y múltiples preparaciones para todos los gustos que convierten a nuestro tubérculo en compañero inseparable y democrático de todas las mesas.
En la oferta local de restaurantes, desde hace tiempo nos encontramos con parrillas al estilo argentino. Somos carnívoros y parrillas hay en muchas casas. Dicen los puristas que cocinar a la parrilla con fuego de carbón no es cocinar, pues no hay ningún arte y el trabajo lo hacen las brasas. Pero hace no muchos años también han aparecido numerosos restaurantes peruanos. En todas partes y para todos los bolsillos.
Bueno, la migración, dirá usted. Es cierto, pero el tema peruano da para mucho más, pues la cocina peruana, que es cocina de verdad, se ha extendido exitosamente por todo el mundo. ¿Moda? ¿Búsqueda de nuevos sabores? Lo que sea, es un fenómeno cuya máxima expresión es la exitosa cadena internacional de Gastón Acurio -Astrid & Gastón, nombre de los locales- con 59 restaurantes en Sudamérica, Estados Unidos, Europa y Asia. Restaurantes de frecuente figuración en las guías turística y nada de baratos. Pero lo notable es que su oferta, original y de gran calidad, se ha logrado imponer en variadas culturas. Una exportación no tradicional de nuestro continente, innovadora, pero que no renuncia a sus orígenes peruanos.
Y los peruanos han tomado en serio su éxito culinario y a pasos del tradicional Palacio de los Virreyes, pleno centro de Lima, se instaló la Casa de la Gastronomía Peruana, un completo museo de la cocina nacional desde los tiempos preincaicos hasta nuestros días. Vale la pena conocerlo.
La locura
Me cuenta un empresario chileno con negocios internacionales que, en una cena oficial en Taipéi, la capital de Taiwán, se sirvieron varios platos, destacando especialmente la presentación. Con algo de malabarismo, un cocinero con un impresionante cuchillo convertía casi en segundos una simple zanahoria en una hermosa mariposa y una manzana roja en una flor… En fin, comida y espectáculo. Uno de los atractivos platos consistía en delgadas láminas de un misterioso producto cubierto con una salsa agridulce, levemente picante. Al segundo bocado se develó el misterio. Estos son locos chilenos, dijo el invitado a uno de los anfitriones, quien sonriente confirmó el hallazgo.
Los apetecidos locos, esos del filme "La fiebre del loco", presentados delicadamente y con una salsa que ayudaba a resaltar su sabor. Bastante más producidos que con "papas mayo" o como chupe en paila de greda. Nuestros locos son apetecido bocado en Oriente, lo que explica su alto precio en Chile y, mala cosa, su sobreexplotación.
El largo viaje del loco desde la costa chilena a la lejana mesa china es una expresión gastronómica de la globalización que, como dijimos, parte por el estómago y muchas veces por la necesidad, caso de nuestra papa en algún momento despreciada y condenada como venenosa, pero salvadora en tiempos de crisis.