RELOJ DE ARENA Barberías y barberos al ataque
Cambio de avión en Lima y me encuentro sin equipaje. Al día siguiente de mi llegada debía tomar un Air France con destino a Quito, pero estaba solo con un maletín de mano plástico que entregaba la desaparecida Panagra en que volé desde Santiago y traspapeló mis maletas.
Así, casi sospechoso por lo precario del equipaje, me registré en el entonces famoso Hotel Bolívar, pleno centro de la ciudad.
Al día siguiente me ocupo de mi fisonomía personal, pues en el destino final, un seminario en Ecuador, con cierto sentido chovinista, quiero dar buena impresión. Debía afeitarme, pero no tenía los elementos. Recurro a la peluquería del hotel.
Muy amables me invitan a sentarme en el sillón del caso y el peluquero, en este caso oficiando de barbero, esgrime una reluciente navaja.
Apoyo la cabeza como corresponde y -una tontería, por cierto- tengo cierto temor. Soy chileno y estas cosas del pasado… Bueno, estoy en manos de un señor que nos puede tener mala voluntad y la navaja luce cada vez más afilada, brillante y peligrosa. Además, la capa típica de las peluquerías con que me cubre, higiene total, me parece casi una camisa de fuerza. Nunca me había sometido a una operación semejante.
Rasurado perfecto
La espuma del caso, una conversación cualquiera que poco puedo sostener pues es necesario, supongo, mantener el cutis tenso. La operación resulta breve y el rasurado perfecto. No soy de barba complicada y sonriente el barbero da por terminada la operación con un paño tibio en el rostro y una discreta loción. Pago, propina, agradecimientos y despedida. Vergüenza interior por la estúpida sospecha. Más tarde pisco sour, pisco peruano, evidente, para cerrar el episodio en el hermoso bar del tradicional hotel. ¿Cómo estará ahora?
Los problemas de afeitada siguen en Quito, pues mi recuperada maquina eléctrica que iba en el equipaje rezagado solo runrunea y no hace la pega. Lógico. Nadie me informó que allá el voltaje es 110, como en Estados Unidos, y no 220, como en Chile. En fin, hay que recurrir a la tradicional y a veces traidora Gillette.
Retrocediendo en el tema y en el tiempo evoco mi primera incursión en una peluquería. Fue en la desaparecida Potin, primer piso del Club Naval de Valparaíso. En verdad la incursión fue de mis padres quienes determinaron que ya estaba en edad de un corte de pelo profesional y así me llevaron al prestigioso establecimiento de un francés dotado de todos los elementos del caso en un local lleno de espejos y cromos relucientes.
El berrinche
La atención para grandes y chicos se hacía en las tradicionales y adaptables sillas de peluquería, importadas, marca Token y, supongo, precursoras de las sillas de los dentistas. O viceversa.
Para los chicos se ponía sobre los brazos de esa silla un sillín especial y ahí comenzaba la faena. En mi caso, indefenso, miraba con desconfianza toda la escenografía, con unos llameantes mecheros de gas justo frente a los espejos logrando un efecto multiplicador inquietante. En esos mecheros, seguro por norma sanitaria, se desinfectaban las máquinas, me parecían alicates, con que se cortaba el pelo. El fuego, afirman, todo lo purifica.
Pues bien, al primer corte de la maquinita estallo en llanto. Sencillamente una pataleta que intentaban aplacar mis padres, pero que no preocupaba al peluquero que hacía su oficio y tenía experiencia en esos berrinches.
Visto el caso en perspectiva, hay que considerar que el chico, por primera vez en su vida, era objeto de una intervención de extraños en su cuerpo. Indolora, claro está, pero impactante y traumática. Después, así es la vida, vendrían muchas intervenciones de verdad dolorosas y de incierto resultado.
La faena del peluquero continuó en medio de promesas paternas de un café helado en el Ramis Clar, ahí cerca, calle Condell, también desaparecido, o una visita a Gath & Chaves, otro recuerdo, para comprar algún regalito.
Recordará usted o le habrán contado de esos negocios de los tiempos de gloria porteños. El Ramis Clar, una pastelería con magnificas tortas y pasteles y deliciosos helados y un local lleno de cristales, y Gath & Chaves, precursora multitienda con raíces británicas y presencia continental. El local hasta tenía una escala mecánica, toda una atracción para los niños.
Ya en la vida escolar las visitas a la peluquería eran periódicas y obligadas en vísperas del 21 de Mayo, cuando íbamos a desfilar ante el Monumento a los Héroes de Iquique.
El lugar del corte en Viña del Mar no era tan elegante como Potin de Valparaíso. Era la peluquería García, de un español, en la Plaza Vergara, junto a la Relojería Ditzel, la tienda de telas La Venus, la Casa Columbia, venta de discos entonces de acetato y revelado de fotografías, el Bar Embajadores y el Teatro, cine en verdad, Olimpo.
La operación era sencilla, rápida con peluqueros diestros, con algunos llantos de iniciados en el rito, y siempre ante grandes espejos y esos mecheros de gas cuya llama mataba todos los males. Unas ajadas revistas acortaban la espera del turno.
Íbamos solos, pero terminábamos molestos por esas pelusitas, residuos del corte que se filtraban por el cuello y picaban en la espalda.
Las melenas mandan
Esto de los cortes periódicos de los escolares es historia antigua. Mandan ahora las tupidas melenas, los cortes diversos con intentos escultóricos y los teñidos que intentan ser exclusivos.
Estas evocaciones de peluquerías surgen ante la arremetida de las barberías. ¿Se ha fijado usted como aparecen por todas partes barberías rescatando en su exterior la tradicional enseña vertical tricolor? Ahora hay casi tantas como farmacias.
Eso se explica por una elemental razón económica -¡es la economía, estúpido!-, la demanda, pues hace años la barba se comenzó a poner de moda y daba patente de progresista, tal vez por inspiración de don Fidel. La moda se extendió y también la comenzaron a llevar muchos malvados neoliberales. Así es difícil distinguir entre buenos y malos, como con tanto acierto lo advierte "Cambalache".
La pregunta es si habrá tantos barberos expertos como aquel del Hotel Bolívar de Lima. No se trata solo de rasurar, se trata más bien de un arte cercano a la cirugía en que un mal pulso puede tener las peores consecuencias.
Hay que recordar, además, la relación entre barberos y medicina, pues los barberos ejercían la medicina a veces empleando sus navajas para sangrar a los pacientes. Un corte, quizás donde, para sacar los males que afligían la sangre del enfermo. ¿Solución? Algún historiador de la medicina tendrá la respuesta.
El oficio de barbero tiene también un lugar importante en la literatura y la música. Recuerde usted el Quijote con ese barbero, maese Nicolás, que junto al cura intentaba controlar al Ingenioso Hidalgo, censurando sus peligrosas lecturas. Y está también el popular Barbero de Sevilla, música de Rossini y pegajosa melodía que todavía se mantiene presente.
En fin, este viaje en busca del tiempo perdido, oportuno en el centenario de la partida de Proust, tiene sentido ante la arremetida en nuestras calles de numerosas barberías que responden a la demanda, a la moda y a la política, y dan trabajo a especialistas que esgrimen esas intimidantes navajas de acero sueco, o más bien, de acuerdo a los tiempos, de acero chino.