Cómo capear el calor en los museos, según los críticos
Walter Benjamin y María Gainza abandonaron lo canónico en sus textos, mientras el novelista César Aira y Mariana Enríquez se sumergieron en la plástica fuera del margen.
Uno de los personajes de la novela "nuestra parte de la noche" de mariana enríquez se para frente a un cuadro que le hace sentir una agitación como aleteo de mariposas.
Paredes lisas en colores neutros, sin adornos para que la vista no se distraiga de lo importante, sino que adquiera la libertad de perderse en cuadros, esculturas o proyecciones multimedias, huir del calor y las preocupaciones terrenales. Así es el refugio que dan las bóvedas urbanas con pisos de mármol, concreto o madera dispuesta para no hacer ruido con los pies. Mausoleos elegantes y llenos de vida silenciosa. Museos y disposiciones de la ciudad, como los que recorrió el crítico alemán Walter Benjamin para pensar y repensar el arte -comprendido como una totalidad, aunque con énfasis en la plástica y la literatura-, a través de numerosos textos reunidos en "Dirección única" (Ediciones UDP, 2021), donde, por ejemplo, mira una "cuchara de la antigüedad. Hay algo reservado a los grandes poetas épicos: poder dar de comer a sus héroes".
En sus paseos por salas de arte publicados por primera vez hace casi cien años, Benjamin también se detiene en un torso y ve que "aquello que un día vivimos es, en el mejor de los casos, comparable a la bonita figura que, a fuerza de ser transportada, perdió todos sus miembros y hoy no ofrece más que el bloque precioso en el que deberemos esculpir la imagen de nuestro futuro".
El autor, sin embargo, carece de inocencia y también escribe "Trece tesis en contra de los esnobs", texto en el que muestra a un imitador de costumbres "en el despacho privado de una crítica de arte. A la izquierda, un dibujo infantil; a la derecha, un fetiche. El esnob: 'Frente a esto, todo Picasso no vale un comino'". Esta misma sobria acidez muestra Benjamin en su ensayo más conocido, "La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica", donde desarrolla la tesis del aura de cada pieza que, al ser replicada, "se atrofia", porque "pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible".
Aunque Benjamin reconoce el valor de la réplica en el caso de la literatura, ya que en "Dirección única" se asombra con la máquina de escribir -a comienzos del siglo XX-, cuyo "ritmo alterado" permitirá que "por una pequeña brecha de la pared, se filtra en el gabinete del alquimista un rayo de luz que hace destellar cristales, esferas y triángulos".
Este libro también fue publicado en Chile por Ediciones Universidad Diego Portales (UDP), que también tiene en su catálogo "Continuación de ideas diversas", del argentino César Aira ("Cómo me hice monja"), que en la línea de Benjamin escribe que "la pintura al óleo, como se sabe, introdujo la lentitud en la pintura, y era inevitable que en las primeras generaciones de sus usuarios la experiencia de la lentitud se extremara. Entonces una vida no alcanza".
El tiempo se diluye y la existencia se hace corta al disfrutar del ritmo de los latidos, concentrarse y sentir el sonido de la sangre fluyendo rabiosa por los conductos auditivos, más en días y noches de calor donde, aparte de clásicos, se pueden ver obras de "outsider art", dice Aira, quien critica el arte contemporáneo porque "se ha institucionalizado a tal punto que hoy un joven artista profesional puede, y casi debe, pasar todo su tiempo en bienales, residencias, ferias".
"Por supuesto que en su trabajo el artista buscará la diferencia, la originalidad, pero aunque lo consiga de modo superlativo, esa originalidad, esa inventiva, esa calidad estarán sólo en la obra. No en él, porque él ya no tiene tiempo de constituirse en continente de una vida personal, al menos de una que no sea estereotipada e igual a todas las demás. A esto contribuye la presión por seguir produciendo obras para alimentar a ese aparato institucional, la plastificación new age que rodea al artista, la uniformidad del lenguaje crítico", sostiene Aira, porque el autor outsider "en cambio, tiene una vida, y la tiene clamorosamente", a raíz de que "su obra es expresión de su locura o su manía o su perversión".
Pintura y dinero
La también argentina y crítica de arte María Gainza hace un par de años entrenó la mirada de Hispanoamérica a través de su novela "El nervio óptico", publicada en España por Anagrama, en Argentina por Mansalva y en Chile por Laurel Libros. La colaboradora del suplemento Radar, editado por la escritora Mariana Enríquez ("Nuestra parte de noche") en el diario transandino Página 12, muestra la decadencia de la clase alta trasandina, sus contradicciones e intentos de autoprotección por medio de diversas obras plásticas que pasaron alguna vez por Buenos Aires, entre ellas el cuadro "Caza del ciervo", de Alfred de Dreux, que perteneció al exembajador chileno en aquel país, Matías Errázuriz.
La voz narrativa trabaja de guía turístico especializado en arte, y cuando vio al citado ciervo "estaba sola, que es como me gusta ver las cosas por primera vez". La agonía del animal atacado por una jauría de perros "me recordó que en la distancia que va de algo que te parece lindo a algo que te cautiva se juega todo en el arte", porque "empecé a sentir esa agitación que algunos describen como un aleteo de mariposas, pero que a mí se me presenta de forma bastante menos poética. (...) Me han dicho que es la dopamina que libera mi cerebro y aumenta la presión arterial", también conocido como el Síndrome de Stendhal.
"¿Qué pensarían de estos cuadros las visitas a lo de Errázuriz? ¿Se detendría alguien, alguna vez, a mirar los Dreux? ¿O les serían tan invisibles como un empapelado beige?", cuestiona Gainza, junto con imaginar las negociaciones frente al cuadro por un conflicto que finalmente no ocurrió y su esposa, Josefina Alvear, "como es nueva, aún cree que hay que interesarse en la conversación de los hombres, sonríe pero por el rabillo del ojo observa el rostro ajado de la mujer mayor que tiene a su derecha, y piensa con alarma que en poco tiempo se parecerá a ella".
Este proceso de oxidación y, por ende, degradación, fue capturado en las pinturas de escombros del francés Hubert Robert, que estuvieron en el Museo Decorativo de Buenos Aires para mostrar que, si bien "no inventó la estética del colapso, pero la llevó a su gloria. La poética de la ruina era la moda a fines del siglo XVIII", donde "toda residencia aristocrática, para ser considerada como tal, debía tener una ruinas falsas desperdigadas con exquisito cuidado por el parque. En situaciones extremas se llamaban 'jardines terribles' e incluían la sensación de vivir al borde de la catástrofe", sostiene la crítica y novelista argentina.
Por Valeria Barahona
Desde Walter Benjamin a Mariana Enríquez, las obras de arte se ubican en el borde de la literatura y de la vida misma.
shutterstock