LA TRIBUNA DEL LECTOR
Asociación Chilena de Puertos y Costas , CIGIDEN
Paleotsunamis
"Hace cuatro mil años el agua llegaba hasta este peñón, y hoy la playa está a 4 kilómetros de distancia, hacia el mar", dice un elocuente profe Marco Cisternas a la audiencia, en un inglés parsimonioso. El ritmo sinuoso de su prosa se asemeja al relieve de las antiguas bermas de playa que despuntan bajo la vegetación, y que se formaron lentamente a medida que la costa avanzaba hasta donde está hoy.
Miramos el océano hacia occidente, desde una loma cercana a Maullín, poblado que fuera arrasado por el tsunami del 22 de mayo de 1960 aquel fatídico domingo de sobremesa. Toda la costa de esta región se hundió, en más de un metro, y en tan solo unos minutos los estuarios se ensancharon, se crearon humedales donde antes había praderas de pastoreo y los esteros se tornaron salobres por el ingreso del mar. Por razones aun no completamente entendidas, la costa ha ido ganándole terreno al mar, contraviniendo la tendencia a la desaparición de las playas que se ha visto en muchos lugares del mundo. La hipótesis es que el ciclo sísmico, a través de los grandes terremotos, estaría controlando ese crecimiento de la costa.
El gigante de 1960 no es único; forma parte de una serie de eventos que han modelado estos territorios con un ritmo geológico que cuesta dimensionar desde la fugacidad humana. Desde hace un buen par de décadas, el profe junto a colegas chilenos, gringos y japoneses buscan evidencia geológica para conocer, cada cuánto tiempo, gigantes como este asolan al sur de Chile. Por mera curiosidad científica, estos médicos de la tierra apuestan por conocer, con evidencia científica, cuando, dónde y qué tan grande será el próximo. Y lo hacen buscando evidencia que reside oculta, como las páginas de un libro, bajo los humedales costeros en el área de la región. Su principal herramienta es la paleosismología, del griego palaio (antiguo), seismós (sismo) y logía (estudio), disciplina que identifica las marcas dejadas por terremotos ocurridos antes de la historia escrita. Es una especie de máquina del tiempo que permite conocer el pulso de los grandes terremotos, a una escala de tiempo geológica.
Para buscar esa evidencia, el profe y sus estudiantes cavan zanjas -literalmente con el agua a la cintura y tábanos intolerables- para exponer los estratos de suelo que contienen información. "Mientras más profundo o lejano a la costa el registro geológico, es más antiguo" es la hipótesis sobre la cual se interpretan dichos estratos. La metodología comienza auscultando humedales que puedan contener las huellas dejadas por los terremotos pasados, incluyendo arenas transportadas por tsunamis o suelos sumergidos bajo las mareas, después de hundidos los suelos. Las muestras extraídas con barrenos, palas y picotas se datan con radiocarbono para conocer cuando ocurrió el evento. Esa datación se realiza sobre restos orgánicos, como plantas sepultadas por las arenas.
Estos científicos también recurren a la dendrocronología, de dendron (árbol) y crónos (tiempo), ciencia que usa los anillos anuales de crecimiento de los árboles para inferir la existencia de eventos catastróficos. De nuevo, la hipótesis es que la deformación de la costa puede hundir a los árboles, los que perecen por la salinidad al quedar bajo el nivel de las mareas. Comparando los anillos con otros árboles en sitios más altos, y que sobrevivieron, se puede determinar cuando ocurrió el terremoto.
Aun cuando todo este oficio parezca simple, requiere de mucha experiencia, conocimiento científico y horas de pataleo en estas húmedas ciénagas sureñas. Así, entre zanjas y surcos se han detectado seis eventos similares al de 1960, "ocurridos desde los tiempos de Jesús", según espeta el profe. Esto es, en promedio, uno cada 300 años. Pienso en buenas noticias para los sureños, pues mediará mucho tiempo antes del siguiente, y pienso en el Chile central, donde no ha ocurrido un terremoto gigante desde 1730, hace casi 300 años.
Por Patricio Winckler Grez, Escuela de Ingeniería Civil Oceánica