La culpa
Adelanto del libro "Salvo mi corazón todo está bien" Por Héctor Abad"
Ser cura y tener culpa es casi la misma cosa. Ninguno de nosotros está a la altura de lo que se nos pide, que es, salvo muy pocos casos de verdaderos santos, imposible. Joaquín nos entiende porque lo único católico que perdura en él es esto mismo, la culpa, la culpa por haber abandonado a su mujer y a sus niños hace ya muchos años. Pero, dicho esto, creo que los laicos, los que viven en el siglo, los que nacen, crecen, se reproducen y mueren, nunca acaban de entendernos a nosotros los sacerdotes, los presbíteros (que es la palabra precisa para designarnos), ese grupo que decide apartarse del mundo, nacer, crecer, curar y morir sin reproducirse, entregados de corazón y de voluntad a un placer que quienes no pertenecen a nuestra categoría no conocen: la continencia. Abstenerse del sexo no es suicida, como lo sería abstenerse del agua o de comida; renunciar a la reproducción y a buscar pareja, con convencimiento absoluto, con la decisión firme de perseverar en este propósito, produce una serenidad que los lascivos no conocen, o conocen tan solo en la vejez avanzada, cuando hablan, aliviados, de la paz de los sentidos. El mismo Buñuel lo decía así cuando escribe que lo único bueno de envejecer es que desaparece ese angustioso y terco e insaciable apetito sexual. El animal ha muerto, o casi muerto, decía otro.
En mi caso específico, como en el de muchos otros colegas míos (casi el veinticuatro por ciento de los curas, según una estadística secreta, incluido algún benemérito Papa por ahí), que somos homosexuales y sacerdotes, la entrada a la vida religiosa quería representar un remedio para la concupiscencia. O para esa desviación, así se decía, en particular. Nací en un tiempo y en una familia en los que la homosexualidad se consideraba una perversión, o como mínimo un desorden grave y un pecado inconfesable. Al escoger la vida sacerdotal y la castidad que entre los católicos se nos exige a los ordenados, la vocación representaba una manera de salvarse, de no practicar las inclinaciones desviadas, de no hundirse en el pantano de lo dañado y pecaminoso, envolviéndose en cambio en la gracia divina de la abstinencia sexual. Yo entré con el deseo firme de ser casto y bueno, con el propósito de suprimir para siempre los deseos torcidos que desde la más temprana adolescencia descubrí en mí con horror. Como mis deseos se inclinaban hacia lo prohibido, otros varones, lo mejor para mí era renunciar por completo al deseo, sepultarlo debajo de la sotana como si esta fuera una coraza de acero infranqueable, una toga de asbesto que me aislara del fuego del deseo y del infierno. En la lectura de Freud también hallaba la ilusión de que estos deseos, más que reprimidos, serían sublimados a través del trabajo religioso o del trabajo didáctico o creativo. Por muchos años lo intenté con todas mis fuerzas, pero solo ahora, al final de la vida, debilitado el fuego, puedo practicar con menos tormentos esa supuesta sublimación del deseo sexual. Apenas en los últimos tiempos he sido capaz de predicar con la palabra y también con el ejemplo, aunque esto me llega demasiado tarde, después de haber pecado de palabra, de obra y de omisión.