Fueron unos niños
Adelanto del libro "Partes de Guerra" Por Jorge Volpi
El corazón, quién lo diría. Siempre desdeñé este músculo tenaz, cómo me irrita su estirpe de manzana, su estampa en cuadernos y playeras, su martilleo quejumbroso, quién preferiría el golpeteo de este molusco al magnetismo del cerebro. Nada tan sobrevalorado como el corazón y sus achaques, como si este ovillo en mitad del pecho contuviera las semillas de la ira o de las lágrimas. Aun así, la sensatez de las neuronas no me trajo de vuelta a Corozal, sino este pulso duplicado que apenas siento mío.
Hundo las sandalias en el fango y me obligo a recordar aquel tres de agosto, siete meses atrás, cuando un par de salvadoreños se topó con el desvencijado cuerpo de una adolescente río abajo, o más bien quién era yo en ese mundo, en esa vida, cuando nuestro grupo de investigación se abría al futuro, nunca había escuchado hablar de este puesto fronterizo, los malestares de la ataxia se habían recrudecido, mis afectos se escindían en líneas paralelas y tú aún no habías pronunciado los nombres de Saraí y de Dayana. Avanzo a trompicones sobre el limo, mis músculos entumecidos me obligan a concentrarme en cada porción de mi andrajoso cuerpo. A lo lejos, unas barcazas desafían el Usumacinta bajo el resguardo de la madrugada.
Imagino las historias de esos hombres, mujeres y niños bautizados como ídolos pop o estrellas de Hollywood que, nada más desembarcar en nuestra orilla, se adentran en la selva por las mismas rutas de los narcos en busca de algo que desconocen y solo anhelan, un partido de beisbol por la tele o la acedia de una tarde de domingo, en un lugar que asocian con la persistencia de la vida. Me asaltan entonces los amoratados labios de Dayana, sus mechones impregnados en salitre y su cuerpecito acodado en la ribera como desecho de un naufragio y de inmediato vuelvo a ti, Luis, a tu nariz de profeta, tu énfasis de locutor deportivo y las florituras de tus dedos cuando nos instabas a estudiar, con el frenesí de esos migrantes que sueñan con el norte, los orígenes de la violencia que provocó la muerte de esa chica y, desde hace al menos tres lustros, tantas otras muertes.
La superficie del agua se mece en una nata parduzca, alzo la vista y admiro los nubarrones mientras la humedad asciende por mis pantorrillas y mis muslos. Soy otra, lo único que sé es que soy otra, la Lucía Spinosi que me precedió, tan huraña, tan ingenua, tan intolerante, ya no existe, sepultada con cada una de las certezas que me han encajonado desde niña. Examinarme antes de Corozal se me antoja hoy imposible, tanto como constatar que tú tampoco existes ya excepto en mi memoria, anclado en algunas de las millones de neuronas que estallan en mi cráneo cada vez que vuelvo a discutir contigo los pormenores de este caso.
Niños, fueron unos niños.
"Me asaltan entonces los amoratados labios de Dayana, sus mechones impregnados de salitre y su cuerpecito acodado en la ribera como desecho de un naufragio".