LA PELOTA NO SE MANCHA Encuentros prohibidos
POR WINSTON POR WINSTON
El miércoles pasado se vivió una situación muy particular en el estadio Municipal de La Calera. El duelo entre Santiago Wanderers y Arica, que había sido programado por la ANFP para ese día a las 15.30 hrs., no había sido autorizado por el gobernador. Sin embargo, según la versión del gerente de Wanderers, sí cumplían con la ley y si no jugaban, perdían los puntos y, además, debían hacerse cargo del viaje del plantel completo de Arica, que había recorrido 1.932 kilómetros para disputar este encuentro.
Las amenazas llegaban de todos lados, pero en la suma y resta, el cálculo de los caturros fue que valía la pena quedar mal con la autoridad, antes que perder el partido por secretaría y tener que hacerse cargo del pasaje de los esforzados ariqueños. Previendo la llegada de los carabineros, se comenzó unos minutos antes y se jugó con el miedo constante de que se suspendiera el encuentro.
Sin quererlo, wanderinos y ariqueños me hicieron retroceder en el tiempo y recordar aquellas pichangas que uno jugaba a escondidas, con miedo y ansiedad a la espera del castigo. A veces, porque el compromiso para salir a pelotear era haber hecho antes las tareas, sacar la basura u ordenar la pieza. Sin embargo, llegar después de haber cumplido con algunas de las obligaciones domésticas o escolares era un riesgo demasiado alto, pues podía significar quedar fuera del equipo o sumarse cuando la pichanga se había convertido en una chacra.
Me vienen a la mente, también, esas veces que estábamos castigados por romper un vidrio del vecino y nos encontrábamos con la pelota que había sido requisada en la casa del lado. Era una tentación demasiado grande y como lo hizo Wanderers, valía la pena correr el riesgo de saltar el muro, pese al peligro de ser mordido por un perro maletero o sacado a escobazos por la vecina.
Pero por sobre todos esos recuerdos, tengo en la memoria esas tardes de "fomingo" que eran la oportunidad que tenía mi papá para poder dormir después de un almuerzo bien regado con vinito y un par de bajativos. La siesta era sagrada y nadie podía interrumpirla, pero coincidía con el momento más aburrido de la tarde: no había play station, ni Netflix, ni redes sociales, menos Tik Tok; tampoco había algo que ver en la televisión que no fueran telenovelas brasileras y por eso picaban las patitas. Cómo no salir a pichangear, matar el rato y ocupar el portón como arco. El problema se producía cuando fallaba el arquero y el golpe de la pelota con el metal provocaba un estruendo espantoso. Mi padre caía de bruces de los brazos de Morfeo y corría a retarnos: no se salvaba nadie. El momento terminaba con todos amurrados, mi papá porque le habían cortado la siesta y no iba a poder dormir de nuevo y yo con mi hermano molestos el uno con el otro, uno porque el otro pateó muy fuerte y el otro porque no la atajó.
En el colegio no era muy diferente, las pichangas siempre estaban prohibidas, todo por culpa de los más chicos que se cruzaban torpemente por la cancha, como ñúes cachorros cruzando un río, y que eran fusilados, sin querer, a pelotazos. Los niños nos iban a acusar y los inspectores encontraban la excusa perfecta para quitarnos la pelota. Aunque estoy convencido de que no era la seguridad de los infantes lo que importaba, lo que realmente molestaba a los profesores, sino la profusión de aromas que se concentraban en la sala luego de cada partido.
Ya más grande, podía ir a jugar a la plaza, pero ahí tampoco estaba fácil, siempre había un jardinero que luchaba por cuidar el pasto y los partidos de fútbol poco ayudaban en su campaña. Por eso también nos andaba correteando con la manguera o enseñándonos garabatos que jamás habíamos oído.
El otro lugar era la cancha de los mormones. Las multicanchas estaban ahí para que uno jugara y nunca nos echaron, pero uno peloteaba con la sensación de que era Hansel y Gretel comiendo dulces. Algo había detrás de esa oferta que no nos dejaba tranquilos, nadie podía ser tan dadivoso porque sí. La desconfianza era alimentada por madres y abuelas católicas a quienes no les gustaba que visitáramos la iglesia de los gringos que se pasaban la vida aplanando veredas.
Ha pasado el tiempo y aunque cada vez es más difícil jugar en la calle o en una plaza, siempre hay alguien dispuesto a correr el riesgo porque, como dice Pablo Sandoval a Benjamín Espósito en el "Secreto de tus ojos", se puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar, no se puede cambiar de pasión. No avalo la conducta de Wanderers, pero no se puede triunfar en el deporte y ni en la vida sin esa cuota de rebeldía.