El arte de la conversación
Joaquín García-Huidobro
Hoy muchas personas están solas, jóvenes y mayores. Pueden hallarse rodeadas de gente, pero experimentan una soledad profunda. Las causas son variadas, y ciertamente la adicción a las pantallas no ayuda mucho a superar este aislamiento. Proporcionan un alivio momentáneo, dan una sensación de estar con otros, pero resulta difícil a través de ellas sentir una auténtica compañía. Somos seres corporales, necesitamos oír las palabras, pero también ver los gestos, la cara, el modo de sentarse o de cruzar las piernas de quien tenemos delante. No puede existir comunicación si no hay cosas en común.
Para combatir la soledad, resulta imprescindible una materia que no se enseña en ningún curso, ni del colegio ni de la universidad: el arte de conversar. No es una receta mágica contra la soledad, y me dirás que puede haber un gran conversador que al poco rato, cuando se van los amigos, vuelve a sentirse solo. Discrepo. La compañía de los amigos, de los verdaderos amigos, permanece incluso cuando ellos se van.
Cuando se trata de la conversación, la gente piensa de inmediato en la necesidad de hablar, y no es así. Lo más importante en ella es aprender a escuchar. Sucede como en el fútbol: una característica de un buen futbolista es saber jugar sin pelota, saber estar en el lugar oportuno.
Hace muchos años pasé una temporada larga en la Universidad de Navarra, me llamó la atención ver que había una estudiante que siempre estaba rodeada de gente, y todo el mundo alrededor de ella se veía muy animado. Ciertamente era distinta de los demás, entre otras razones, porque se movía en silla de ruedas. En una pausa, alguien le preguntó por qué todo el mundo quería estar con ella. "-Muy sencillo", dijo sonriendo. "Te daré la explicación que da mi padre cuando le preguntan lo mismo". Hizo una pausa que captó aún más la atención de las tres o cuatro personas que estábamos allí. "-La mayoría de la gente es charlatana, le gusta hablar mucho. Mi padre dice que yo soy escuchatana, yo escucho".
Escuchar no es una técnica, algo que se aprende en unos libros de autoayuda, sino la consecuencia natural de interesarse por los demás. Cada persona es un mundo y tiene mil historias, lo que ocurre es que a veces no lo sabe o no se atreve a contarlas, porque teme que su interlocutor no se interese, que se ría de sus cosas, que no la tome en serio.
Hay un libro de Michael Ende, un autor alemán que escribió muchas obras para niños y gente muy joven, que cuenta la historia de Momo, una niña que se había escapado de un orfanato y vivía en las ruinas de un anfiteatro romano, cerca de un pueblo italiano. Momo tenía una característica singular: no hablaba, sólo miraba y sonreía. No te contaré la trama, sólo te diré que la vida entera de ese pueblo resultó transformada por la simple presencia de esa niña que sabía escuchar.
No creas que te propongo transformarte en un ser casi mudo, simplemente te animo a ejercitarte en el difícil y apasionante arte de escuchar. Ese es el primer paso para cultivar la conversación.
¿Con quién conversar? Naturalmente, el universo es infinito y a veces los interlocutores son inesperados. Conocí a una persona que siempre que le daba una limosna a un mendigo se detenía a conversar un momento con él. Te imaginarás la sonrisa de ese hombre al que, en el mejor de los casos, alguien le daba un par de monedas sin siquiera mirarle la cara. Esas palabras cruzadas con él eran mucho más importantes que la limosna misma.
¿Y en tu casa? Un alumno me contaba que había salido a comer con su papá en un restaurante. Tenían la costumbre de hacerlo desde que él era niño, y habían aprendido a conversar, tanto que se les hacía corto el tiempo para hablar de sus cosas. En la mesa del lado estaba un papá con su hijo adolescente. Cada uno miraba su teléfono. Sólo levantaron la vista para hacer el pedido y luego siguieron pegados a su respectiva pantalla, tanto en la comida como en el postre. El ejemplo es grotesco y penoso, pero no cabe duda que de ese contraste podemos aprender mucho.