APUNTES DESDE LA CABAÑA
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
No quiero ni recordar el nombre del imberbe que antes de la última elección presidencial, refiriéndose al programa de Gabriel Boric, anunció con desparpajo: "vamos a meterle inestabilidad al país". Creo que presidía un partido revolucionario o algo así, y hoy representa a Chile en alguna capital. Debieron haberlo ubicado a perpetuidad en un simulador de terremotos o vuelos turbulentos, pues con la estabilidad del país no se juega. Pero hoy no hablaré de política sino de algo que, como respuesta a su alarmante deterioro, busca lo contrario: disfrutar la amistad para alcanzar felicidad.
Me refiero a un entusiasta grupo de la tercera edad que se reúne regularmente al amparo de un viejo caqui del café El Copihue en la pequeña ciudad en la que construí mi refugio. El grupo no dispone de programa ni reglamento ni obligación de asistencia, pero su mesa de amistad y buen humor se llena a diario. Todos los habitúes tienen cosas en común: son jubilados -unos en Chile, otros en el extranjero-, se sienten más jóvenes de lo que son, y abandonaron la gran ciudad donde trabajaron, convencidos de que la calidad de vida está en el espacio rural, en la tranquilidad, sobriedad y (relativa) seguridad de la pequeña ciudad conectada por internet con el mundo.
Sí, ellos siguen conectados con este planeta de cambios rutilantes e inciertos, donde todo es efímero, liviano y desechable, donde se ofrece al por mayor libros y charlas que prometen la ingeniería para construir la felicidad. Pululan en ese ámbito charlatanes, y la abundante oferta prueba que hay demasiadas personas que, pese a tener sus necesidades materiales cubiertas, se sienten abrumados, insatisfechos. Los simplistas lo atribuyen al "neoliberalismo", pero la búsqueda de la felicidad comenzó por lo menos con Epicuro de Samos, el filósofo del buen vivir, hace 2300 años, y la continuaron los estoicos, Marco Aurelio y Séneca, entre otros.
Premunidos de un latte, los integrantes del grupo se reúnen a diario al aire libre con agenda abierta. Siempre hay temas de conversación: libros, películas, política, religión, copuchas, achaques, viajes, brecha generacional, recuerdos y proyectos (se es viejo cuando se tiene más recuerdos que proyectos; y joven cuando se tiene más proyectos que recuerdos), fútbol, momentos épicos y traumáticos nacionales, en fin, de todo se puede conversar. Incluso hay un día de excursión para recorrer el Parque Nacional de La Campana o rincones olvidados de la ciudad que habitamos, pero en esos trayectos se sigue platicando. Es el día de los Caminantes Eternos, que recorren Olmué con aires de Don Quijote y Sancho Panza, detrás de nuestro Virgilio, llamado Dieter.
Sospecho que dos circunstancias claves explican la alegría y vitalidad que exuda el grupo: en un mundo donde se perdió el sentido de comunidad, la interacción regular y respetuosa con otros genera pertenencia, enriquece el alma, enseña tolerancia, disipa el anonimato y logra que cada uno se sienta valorado en su especificidad. También dota a esas sesiones de un valor único la conciencia de que, por estadística, la muerte se sienta a diario a nuestra mesa. Sin que nos atemorice, se la sabe presente, pero en el sentido de Epicuro, es decir, como parte natural de la vida. (Nada más letal que la vida, siempre termina matándolo a uno). Lo cierto es que tener conciencia de la fugacidad de la propia existencia construye una mirada distinta sobre lo cotidiano, el pasado y el futuro. Asumir la propia fugacidad permite apreciar el inconmensurable valor de cada instante que vivimos. La discreta amiga que se sienta a nuestra mesa, aunque no la preside, nos lleva a poder ver la realidad con un prisma que sólo el paso del tiempo y lo experimentado puede brindar.
De vez en cuando recordamos a los Caminantes Eternos que ya transitan por la eternidad, les agradecemos haber integrado la mesa, y les deseamos que sigan marchando en paz. A veces se acercan curiosos a la mesa. Si son jóvenes aun, no vuelven. Tal vez se debe a que captan que para cada cosa existe su tiempo en la vida. Probablemente volverán con más canas y días a su haber.
Cuando me aproximo a la mesa de las cabelleras plateadas, me viene a la memoria la plaza de un pueblo de la isla de Creta. Era la hora del crepúsculo, y sentados en torno a una mesa conversaban a la sombra de un retorcido olivo unos ancianos. Bebían ouzo y café, observaban de reojo a los presurosos turistas, y volvían a su conversación que entroncaba a lo mejor con los tiempos en que Ulises pasó por allí de regreso a Itaca.
Éramos muy jóvenes en aquellos años y me acerqué con mi esposa a consultarles por un templo milenario. Nos respondieron afectuosos y con detalles. Sentí que nos miraban como desde otro sitio, desde un balcón para nosotros remoto y ajeno, como a medio camino entre este y otro mundo, desde una dimensión que sólo se logra tras decenios de caminar, tropezar y volverse a levantar. Creo que los caminantes eternos observamos la vida desde ese mismo sitio.