En una distendida conversación con un destacado académico y una alta exautoridad regional llevada a cabo esta semana por el director de este Diario, salió a colación el rol que debiesen (o están intentando) cumplir la universidades avecindadas fuera del extenuante radio capitalino, cuya razón de ser apuntaría ya no a migrar hacia la Región Metropolitana, como fue la tónica de varias casas de estudio durante los años noventa y la primera década de este milenio, sino a universalizarse (del latín universitas, nombre abstracto formado sobre el adjetivo universus-a-um "todo", "entero", "universal", derivado a la vez de unus-a-um "uno") desde sus actuales raíces.

Así, ya sea un periódico, un club de fútbol, una empresa, una universidad o, venga el caso, una fundación u oenegé, la certeza de una sociedad multicéntrica radica precisamente en la posibilidad de desarrollo que cualquier iniciativa pueda tener a la par de las establecidas en los imaginarios (pero a la vez tan reales) límites del centralismo.

¿Alguien se ha preguntado por qué muchos de los grandes escándalos del último tiempo, el "Caso Convenios" por ejemplo, explotan en lugares tan alejados del poder central, como una perdida oficina de una seremía en la calle Angamos de Antofagasta o en otra de la calle 2 Norte casi esquina 1 Poniente en Talca? La respuesta no es fácil, pero con toda seguridad involucra las abismantes asimetrías del poder que se dan en desmedro del bajo riesgo en regiones versus los pingües ("crasos", "gordos" y "mantecosos" como define la RAE) beneficios que se lleva alguien constituido en una oficina, por muy fachada que sea, en la siempre "superior" (intelectual y moralmente hablando) comuna de Ñuñoa.

El proceso de descentralización iniciado con Michelle Bachelet 2.0, por muy mal llevado que esté, ya no tiene vuelta atrás. En ello es necesario agradecer a gente como el gobernador Rodrigo Mundaca, dispuesto a pelearse con el poder central, para advertir que si una región como la nuestra sigue en manos de tristes tinterillos y ganapanes afincados en la Región Metropolitana, el camino tendrá para ellos más espinas que las rosas que están dispuestos a agenciarse.

Finalmente, y por feo que suene, el problema ya no es robar sino dónde lo están haciendo.

Cancelación no se trata de una mera cuestión contable, del pago de una deuda, como acostumbrábamos a entender. Se trata de anular, de borrar, de terminar al otro. De sacar a un ser humano de la escena. Sí, eso interpreta lo que hoy recorre las calles de las democracias. También de la nuestra. En algunas otras sociedades puede ser un mero modo de vida, el uso y costumbre. No estamos pensando en el crimen organizado, en las bandas que asesinan sin misericordia, cuya presencia es necesario y urgente excluir de la vida social a través de la acción de la justicia, del Estado de derecho protegiendo a la sociedad.

Estamos hablando de algo más sutil en sus inicios, que toma después la forma de un huracán que penetra en la vida personal y social. Cuando una sociedad adquiere la noción de la "cancelación del otro" se ha cruzado una barrera cuyas consecuencias alcanzan su máxima expresión cuando la persona misma la experimenta, la descubre y empatiza con quienes la han sufrido. Toca la libertad de la persona y su derecho a reflexionar, a imaginar perspectivas interpretativas.

Los y las canceladoras manejan los grilletes que buscan atar las manos y la capacidad de movimiento simbólico y real de esa persona cuyo ser sienten que pertenece a un mundo de ideas que ellos desprecian o, al menos, discrepan.

Parece, en principio, un asunto meramente intelectual. Por ejemplo, los relatos de cancelación en importantes universidades del mundo occidental democrático, asunto que ha adquirido una dimensión inimaginable. Esto ha afectado la libertad de cátedra, la libertad para pensar y dialogar. Hay ejemplos de condenas y cancelación a académicos por haber leído unos versos que han implicado tener que dejar la institución en la cual desarrollaba sus funciones. La cancelación tiene un brazo armado en la funa, concepto del cual hemos escuchado y conocido tantas variantes.

Puede concluirse que la cancelación es antidemocrática, autoritaria, dogmática. No considera la posibilidad del intercambio y el diálogo civilizado. Sólo considera una respuesta válida: la propia. Imaginemos que una cancelación se expresa en eliminar a una persona, caída en desgracia, de una fotografía, como puede encontrarse en casos pasados reales, locales y universales. Hoy, tal vez, estos son sencillos de hacer con las tecnologías disponibles. Borrar como si no existió. También buscar con elegantes y racionales argumentos la separación de intelectuales libres de mente, honorables, que tienen una mirada amplia y con perspectiva de futuro, porque atentan a la verdad oficial que debe quedar escrita para la historia. Algunos de los "cancelados" dejarán el paso a las huestes pensando en un bien superior. Sin embargo, la rueda de la fortuna no es ciega, el tiempo está con aquellos que se ha pretendido silenciar.