APUNTES DESDE LA CABAÑA
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR en España y México
¿Es posible salvar la amistad? Me refiero a si hoy en Chile somos capaces de conservar la amistad con personas que piensan políticamente distinto -cuando no, opuesta- en esta coyuntura de profunda polarización política nacional. ¿Estamos dispuestos a enfrentar a esos amigos con nuestros planteamientos y con lo que eso conlleva, o preferimos barrer bajo la alfombra las diferencias en aras de la amistad cultivada con esmero y cariño? ¿Es mejor ser franco y rebatir con buen tono, o es preferible ignorar, asentir tibiamente o simular que uno concuerda con lo que se nos manifiesta?
Lo pregunto porque hace más de medio siglo atravesé ese drama que surge de la polarización política promovida por sectores que buscan cambios radicales en el país, y no estoy dispuesto a vivirlo de nuevo. Me niego, porque no concibo a Chile como una probeta de experimentación social, porque frente a las revoluciones prefiero los cambios graduales y pacíficos, sustentados en vastas mayorías; y porque uno sabe cómo comienzan esas revoluciones (denominadas ahora "procesos de cambios profundos" por el desprestigio en que cayó el concepto) pero uno ignora cómo terminan.
Ya viví en Chile una etapa similar, inspirada en modelos utópicos que 16 años y tres meses después de setiembre de 1973, se derrumbaron como ídolos de barro. Viví conscientemente los años previos al "Once", que comenzaron a fines de los sesenta con el MIR y el partido socialista, la tienda del presidente Allende, abrazando la vía armada para instaurar el socialismo; hice durante la UP filas interminables ante almacenes vacíos y la JAP de mi barrio ("Juntas" que racionaban los alimentos por grupo familiar), participé en refriegas callejeras, las que sacudían al país, y marché coreando "Paredón, paredón / para el momio cabrón", y también "No a la guerra civil". Y me tocó ver desde un techo distante, cómo los Hawker Hunters lanzaban misiles a La Moneda, y tres meses después salí de Chile rumbo a Europa del este porque, con veinte años, era un ingenuo (aunque no inocuo) joven comunista. Atrás quedaba un país destruido, donde los políticos habían ultimado la democracia al ser incapaces de lograr consensos, y las fuerzas armadas la sepultaban.Tardé años, demasiados e irrecuperables, en volver a ver a mis padres, mi hermana, mis amigos, mi patria.
¿Para qué detallar más y seguir anclado a un pasado inmodificable? Hoy me pregunto qué puedo hacer como miembro de las últimas generaciones que vivimos el Chile que cruzó al infierno por una vía pavimentada con una (seamos generosos) utopía. ¿Callar o contar? ¿Qué puedo hacer como persona con cierta experiencia, no adscrita a partido alguno, agobiada por el lodazal en que chapoteamos? ¿Qué puedo hacer pero sin añadir más leña al fuego y ayudar a que el país recupere la unidad, la sensatez y el rumbo grueso que llevaba? Hasta el 2019 éramos un Chile con más luces que sombras (y con demandas sociales que debieron ser atendidas), pero preferible al actual. Y lo era porque tenía un proyecto, un camino, una aspiración y un sitial reconocido, y el país no era perfecto y los políticos gozaban de magra aprobación. La respuesta es difícil. Cada uno debe reflexionar al respecto, actuar inspirado en salvar la amistad y la cultura cívica, único modo de que los exaltados no incendien de nuevo la pradera.
Cuando viví en los setenta en Cuba constaté lo nocivo de "los cambios radicales". No sólo afectaban la economía (en el Chile de Allende había más alimentos que en el castrismo que llevaba quince años en el poder. Hoy lleva sesenta y cuatro, y aun no alcanza el misérrimo suministro de alimentos racionados del Chile de 1972), la democracia (partido único), el derecho a la libertad de opinión, reunión y asociación sino que también dañaban la dimensión que todos sufrían y el poeta Heberto Padilla (muerto en el exilio en el 2000) me enseñó: La destrucción sistemática de la estabilidad emocional, los vínculos familiares y la amistad. "Aquí la revolución se infiltró en el alma de la gente a través de la educación y los medios estatizados, y marca al disidente como traidor, antipatriota o agente de la CIA". Con ello se inundaba de sospechas la vida privada, cuyos vínculos necesitan un marco de confianza y transparencia para prosperar, como lo muestra la magistral película alemana La vida de los otros.
Si algo me juré tras mi experiencia en el Chile de la Unidad Popular y el comunismo real (al que renuncié en La Habana en 1976) es no volver a caer en la perversa lógica de ver a quien piensa distinto como un enemigo al que se debe denigrar, discriminar, perseguir, funar, golpear, encarcelar, exiliar o ejecutar, y saber que nadie es dueño de la verdad. Esa convicción permite tal vez contribuir a suturar el alma del Chile dividido y polarizado pero sin ceder ante quienes propician un país radicalmente diferente e inspirado en modelos fracasados que ya no existen en parte alguna.