APUNTES DESDE LA CABAÑA Los misteriosos derroteros de los libros
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
No hay otro sitio donde me sienta más a gusto que en mi modesta biblioteca de casa. Sí, entre un par de estantes repletos de libros que amo, me acompañan y de los cuales no quisiera separarme. Me fascina hojearlos, releer capítulos, o simplemente hacer espacio entre ellos para nuevos que adquiero. Siempre me prometo (y le prometo a mi señora) que no compraré más (por falta de espacio), pero soy un reincidente incorregible. Hoy sé que no alcanzaré a leerlos todos y que ellos son como los árboles del jardín, que me vieron arribar y me verán partir.
Pero no hay nada comparable a entrar temprano a ese oasis, prepararme un café y explorar páginas siempre promisorias mientras el sol comienza a encumbrarse detrás de La Campana. Todos o casi todos, cual más, cual menos, tienen su biblioteca en casa. No es su tamaño lo decisivo sino la relación que tu alma establece con la comunidad del papel, en rigor, con los seres humanos que escribieron esos textos que necesitas cerca. Conozco a gente cuya biblioteca es un simple estante, y a otros que tienen laberintos, y también he conocido a personas que no tienen libros, que no leen, y confieso que son para mí un enigma. ¿Cómo se vive sin libros o sin música o formas o colores que nos deleiten? No me refiero a piezas onerosas, sino a expresiones que nos causan algún goce estético. ¿Cómo sería nuestra vida sin las artes ni la literatura, o las ciudades sin el diseño ni la arquitectura o cómo el mundo reducido a lo funcional? Altamira sugiere una respuesta: la famosa cueva sería solo una cueva sin el magnífico arte rupestre.
Mi biblioteca -limitada aunque para mí valiosa- la siento como una reunión de amigos que sesiona cada vez que hojeo sus páginas, recuerdo sus contenidos o cito frases de ellas. Una biblioteca -no importa su dimensión- es una colección de mensajes en una botella destinados a uno o, mejor dicho, que uno lleva a casa porque anhela descifrarlos. Son conversaciones con personas que se respeta y aprecia y cuya presencia nos alegra. No importa ni la distancia geográfica ni la temporal, porque sus voces con sus ritmos y cadencias singulares aguardan envueltas en el silencio. Italo Calvino decía que los clásicos son los autores a los que siempre se vuelve pues en cada lectura te ofrecen algo adicional y pleno de sentido iluminador.
He tenido varias bibliotecas a lo largo de mi vida. Todas modestas. La primera la formé en la casa de mi infancia en Valparaíso. Se reducía a dos estantes cuando transité del disciplinado Colegio Alemán a una anárquica universidad en Santiago, la que resultó ser una ventolera de marchas, protestas y paros, y que en setiembre de 1973 desembocó en lo que sabemos. De allí me fui a un exilio voluntario a la Alemania detrás del Muro y después a la Cuba castrista, mundos donde recibí lecciones inolvidables y crueles, que me hicieron ser quien soy, un escritor que aprendió a valorar la libertad y la democracia que había contribuido a destruir en su patria.
Recuerdo que desde la frontera entre la Alemania del este y Polonia solicité por carta a mis padres que donaran mis libros a una escuela de escasos recursos. Tiempo después, antes de salir de la Alemania amurallada, regalé los libros comprados allá a una muchacha de ojos verdes y rostro con aire a lo Romy Schneider, que informaba sobre mí a la Stasi, según comprobé en mis actas oficiales de entonces a las que tuve acceso tras la caída del Muro de Berlín. Y aquellos libros que años después compré en La Habana quedaron en manos de una amiga de piel canela que los vendió -tras mi salida de la isla- a una carnicería estatal que terminó vendiendo las raciones de carne envueltas en hojas de novelas de Dostoievski y Sholojov, que la gente leía en las largas filas que se achicharraban bajo el sol tropical. Esas páginas fueron para muchos un consuelo pues describían estepas nevadas que barría el gélido viento siberiano. Los libros pertenecían a la colección Huracán, que tal vez debía su nombre a que sus hojas se desprendían con solo tocarlas.
Tiempo después, ya en Bonn, Alemania occidental, armé mi primera biblioteca en el mundo libre. Fue una auténtica orgía: Por fin accedía a autores de todo color político y el pluralismo enriquecía mis estantes. Me pasé horas apoltronado leyendo en librerías donde nadie me interrumpía para preguntar si iba a comprar o no el texto que hojeaba. Los libros de Bonn me acompañaron hasta Chile en mi primer intento por vivir aquí tras 20 años de hacerlo afuera, y cuando poco después me radiqué en Estados Unidos, me esperaron otros veinte en la bodega de nuestro refugio a los pies de La Campana.
Mi biblioteca definitiva siguió nutriéndose de otras ciudades donde viví: la nevada Estocolmo, la apacible Iowa City, la gigantesca Ciudad de México, el espléndido Madrid, y también de países que visité. En esos viajes compré unos libros míos traducidos al mandarín y el japonés. Inolvidable emoción comprarlos en librerías de Beijing y Tokyo. Nunca imaginé que mi detective Cayetano Brulé y otros personajes de mis novelas pudieran llegar tan lejos de mi natal Valparaíso. Son los misteriosos derroteros de la literatura.
En fin, la biblioteca personal -hay quienes la portan en su Kindle- es una compañera fiel. Un poema de Antonio Machado decía "Converso con el hombre que siempre va conmigo", y creo que uno siempre conversa con la biblioteca que camina con uno por el mundo. Algunos podrán mofarse de esos transeúntes monologantes, ante lo cual el poeta esgrime una respuesta contundente: "Quien habla solo, espera hablar a Dios un día"