Una advertencia que es mejor tomarse en serio hace, en esta misma edición, el profesor Leopoldo Santibáñez, doctor en Ciencias Económicas, experto en transporte multimodal y profesor de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. De no acelerar el tranco de los proyectos portuarios en Valparaíso y San Antonio, plantea Santibáñez, nuestro país está destinado a perder su importancia en el negocio marítimo, convirtiéndose en un actor de segundo orden, debido al crecimiento de otros centros logísticos del Pacífico sudamericano.

Su preocupación principal es el Terminal Multipropósito de Chancay, ubicado a 80 kilómetros de Lima, en Perú. Se trata de un megapuerto capaz de dar servicio, en forma simultánea, a varios buques de gran calado, los famosos Postpanamax, que en una asociación entre empresas chinas y peruanas ha logrado avanzar con rapidez y ya anunció su apertura para el segundo semestre del próximo año, mientras los proyectos equivalentes en la costa central de Chile encuentran obstáculos permanentes y una falta de apoyo estatal que resulta inexplicable.

El llamado es a acelerar el tranco, principalmente en Valparaíso, donde un acuerdo entre EPV, el municipio, algunos actores del mundo marítimo y los gremios vinculados a la actividad está ad portas de materializarse y se levanta como la esperanza de alcanzar, al fin, un consenso en torno al crucial desarrollo portuario que tanto necesitan la ciudad y el comercio exterior chileno.

En ese mismo sentido de urgencia se pueden entender las palabras del gerente de EPV, Franco Gandolfo, que ante la FruitTrade 2023 planteó que el crecimiento de los puertos en Valparaíso y San Antonio debe ser "ordenado y secuencial", que es una forma políticamente correcta de plantear que la ampliación del Espigón y el Puerto a Gran Escala son imposibles de desarrollar en forma simultánea. La suscripción de un gran acuerdo en Valparaíso y las características particulares del proyecto que impulsa la empresa portuaria en la ciudad aconsejan que la prioridad esté puesta en esta iniciativa, aunque los mensajes que llegan desde el MTT y La Moneda indican lo contrario. Para ambos escenarios se va a requerir algo poco visto en este Gobierno: un apoyo más comprometido del Estado con sus puertos.

Rememorar este año de modo especial el golpe de Estado de 1973 tiene sentido más allá de nuestra atracción por los números redondos, pues el quincuagésimo aniversario de aquel suceso nos pilla en una nueva crisis política (aunque esta vez podría ya haber pasado lo peor). Es, pues, un buen momento para pensar si hemos extraído de esos acontecimientos las lecciones que puedan sacarnos del actual entuerto, mejorar nuestra política y ofrecer perspectivas más promisorias para Chile. Pero hasta ahora el ejercicio ha sido decepcionante, ya que ha sido usado más bien para atizar la polarización que nos afecta.

Como escribí aquí hace cinco años, la Unidad Popular debió ser derrotada en las urnas en 1976 o bien en un eventual plebiscito que hubiera podido acordarse para una fecha previa, y no mediante las armas. Pero el sólo rechazo de los golpes militares en democracia -y las vulneraciones de derechos fundamentales que los acompañan-, aunque muy importante, es apenas la enseñanza más obvia y tal vez hoy la menos útil, porque la verdad es que, en Occidente al menos, tales cosas ya prácticamente no ocurren. Necesitamos ir más lejos y asumir la enorme relevancia que tiene proteger la democracia y el Estado de derecho, rechazando siempre la violencia política, mostrando un pulcro apego a la legalidad y promoviendo el diálogo, los acuerdos y las soluciones institucionales.

Chile rindió su primer examen serio sobre esto a fines de 2019 y diría que lo reprobó. Prácticamente toda la izquierda validó, de uno u otro modo, la violencia como instrumento político, tensionó las instituciones y hasta intentó derribar al legítimo gobierno democrático, y buena parte de la población apoyó al menos algunas de esas cosas o prefirió mirar para el lado.

¿Por qué la memoria de 1973 no nos inmunizó contra 2019? Creo que tiene mucho que ver el modo en que hemos solido recordar. Parte de ello se resume en el frecuente uso de la expresión "la" dictadura para referirse a la de Pinochet, como si sólo hubiera habido una en nuestra historia. Cuando se alimenta esa idea, es fácil identificar la tiranía con un sector político y favorecer más ánimo de revancha hacia él que lealtad hacia la legalidad democrática. En cambio, si reparamos en que las dictaduras han sido la regla en estas tierras desde la conquista inca hasta 1990, pasando, entre otras, por la breve República Socialista que siguió al derrocamiento del legítimo presidente Juan Esteban Montero en 1932, y más aún si miramos al resto del globo, nos daremos cuenta que prácticamente todos los sectores políticos pueden ser tentados por el extremismo, y tal vez comprenderíamos que la primera tarea es que cada cual ponga el mayor esfuerzo en controlar sus propios demonios internos. Ese sí sería un gran aporte del aniversario que se aproxima.