LA TRIBUNA DEL LECTOR Servidumbre voluntaria
POR FERNÁN RIOSECO, ACADÉMICO UNIVERSIDAD DE VALPARAÍSO
¿Quién no se ha preguntado alguna vez por el raro fenómeno que significa que sólo uno sea capaz de dominar y doblegar la voluntad de miles y hasta millones de personas?
No hay que retroceder demasiado en la historia para hallar abundantes ejemplos de crueles tiranías, monarcas absolutos y salvajes regímenes autocráticos. En nuestros tiempos es suficiente con una ojeada a países como China, Rusia, Corea del Norte, Venezuela, Cuba y Nicaragua.
La teoría de las formas de gobierno (una de las cuales es la tiranía) ha sido analizada desde antiguo por pensadores como Tucídides, Platón, Aristóteles y Polibio, y en la modernidad por Maquiavelo, Bodino, Hobbes, Locke, Vico y Rousseau, por mencionar a los más conspicuos.
Sin embargo, hace falta más que talento para publicar con apenas 18 años un breve, pero erudito y muy original ensayo sobre la naturaleza de la servidumbre humana. Eso fue exactamente lo que hizo el francés Etienne de La Boétie (1530-1563) y su respuesta, mutatis mutandis, sigue siendo válida para la reflexión sobre nuestras sociedades contemporáneas.
Según La Boétie, no es la violencia o la religión y ni siquiera el miedo, lo que explica que una gran cantidad de personas acepten someterse a la voluntad de uno o a la de muy pocos, sino la fascinación que ejerce no tanto la figura del soberano o la del tirano, sino más bien el simbolismo del poder y su extraordinaria capacidad para mutar, camaleónicamente, según las circunstancias del caso.
Todo tirano o dictador sabe que un régimen despótico no puede sustentarse únicamente sobre la base de la violencia. Lo sabían Hitler, Stalin, Mao, Pot, Gadafi, Pinochet y Fidel Castro. De hecho, aunque puedan estar en las antípodas ideológicas, los dictadores suelen admirarse secreta y recíprocamente, como en una logia regida por leyes no escritas, pero universales acerca del poder total y absoluto.
Los dictadores, incluso aquellos que se autodenominan "revolucionarios", representan orden, estabilidad, paz y seguridad. Pero la idea central es que todo dictador es la contracara de la comunidad a la que pertenece. Como observa Carlyle, mientras la masa está conformada por hombres vulgares, grises y anodinos, el héroe -único y singular- se separa de la muchedumbre para encarnar los valores de una élite que lo ha puesto en ese lugar.
El mantra contemporáneo de que los problemas de la democracia se solucionan con más democracia, infravalora la idea de que el dictador y la comunidad son dos caras de la misma moneda.
Reducir la amenaza de las dictaduras y de los totalitarismos a los populismos de derecha o izquierda es no comprender que un gobernante y su pueblo están imbricados en el destino y en la suerte de la nación. Y no pocas veces la comunidad puede estar dispuesta a menos democracia a cambio de orden, seguridad y estabilidad social.
¿No será, acaso, que la servidumbre más genuina es siempre voluntaria?