APUNTES DESDE LA CABAÑA Ropa tendida en Estocolmo y Olmué
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
Hace años, cuando vivía en las afueras de Estocolmo y tuve calma para escribir "Nuestros años verde olivo" y "Pasiones griegas", me sorprendió -entre otras cosas de la vida escandinava- encontrar ropa tendida durante mis paseos. Sí, ropa que colgaba de rejas, ramas de árboles, bancas o postes. Y eran buenas prendas: bufandas, sweaters, gorros, guantes, en fin, piezas que quedaban allí por un tiempo como banderas portando mensajes secretos.
Pregunté y la respuesta de los suecos me sorprendió: es una costumbre, me dijeron, cuando uno encuentra en el camino una prenda olvidada. Entonces la cuelga de algún lado próximo para que su dueño, al notar el olvido, la recupere desandando el camino. El sistema funcionaba en Suecia gracias a algo que se perdió (o quizás nunca existió) en nuestro país: la confianza ciudadana en la honestidad de los demás. Notable cómo ella facilita y torna grata la vida. No tardaron nuestros hijos en contarnos que también ellos colgaban prendas que hallaban tiradas, y en pedirnos los acompañáramos a recorrer sus senderos en busca de algo extraviado. Regresábamos felices a casa con la pieza recuperada y tratando de imaginar a quien nos enviaba su afecto desde el anonimato.
Mientras viví en la legendaria Iowa City, en el Medio Oeste de Estados Unidos, poblado en el siglo diecinueve por colonos escandinavos, encontré en esa ciudad denominada "la Atenas de la pradera", algo parecido: Casas sin rejas ni muros, donde pocos echaban llave a la puerta de calle o el auto, cajas con equipos electrónicos que los repartidores dejaban simplemente en la vereda. Antes de impartir clases en la universidad, escribía desde las 6 a las 9 de la mañana en una mesa del Café Java House (varias novelas de Cayetano Brulé), y podía ir a conversar a la barra o dar una vuelta por la cuadra dejando sin temor mi computador y mochila. Un día me llamaron a casa avisándome que había olvidado mi billetera. Las noticias graves del diario local versaban sobre algún gato que habían bajado los bomberos de un árbol, o la detención de estudiantes borrachos. Algo similar vi en varios barrios de Miami. Pero en Florida muchas de las casas ayer sin rejas ni muros, hoy parecen fortalezas. Claro, eso fue en los noventa, cuando Chile y el mundo eran otra cosa.
No quiero caer en nostalgias inconducentes, pero pertenezco a la generación que cuando subía por la puerta trasera a "la micro" (llena como lata de sardinas) hacía llegar el pago del pasaje al chofer. El dinero iba de mano en mano y de la misma manera regresaban el boleto y el vuelto. ¿Evadir el pago? Un chileno de entonces prefería caminar a pasar vergüenza. Sí, pertenezco a la generación en que nosotros -cuando niños- éramos invitados a ver la cabina de los maquinistas del automotor Valparaíso-Limache. Sí, y soy de los padres cuyos hijos podían entrar a la cabina de pilotaje de los aviones durante el cruce del continente. ¿Para qué seguir? Todo tiempo pasado no fue mejor, pero tampoco peor. A todo ser humano le tocan tiempos difíciles, dijo Jorge Luis Borges; y "siempre en la vida alguien se encarga de que no seamos felices siempre", afirma un porteño experto en tributación.
Cuento todo esto porque en el reciente invierno, mientras caminaba por mi pequeña ciudad, me topé -¡de no creerlo!- con un sweater colgado de la reja de una casa. Lucía impecable y no había nadie alrededor. Recordé los senderos del barrio arbolado de Djursholm, en las afueras de Estocolmo y, como estaba en Chile, temí que se tratara de una alucinación. Palpé el sweater. Estaba húmedo y nuevecito, lo que me convenció de que, pese a todo, el país atravesaba una conversión milagrosa, un renacimiento virtuoso. Dejé el tejido en su sitio y volví al otro día. Seguía allí. No cupo duda, nuestra alma nacional recapacitaba. No seremos los ingleses de América, pero sí los escandinavos, pensé, entusiasmado con mi nuevo aporte teórico.
Desconfiado, como buen chileno, me fui a ver a un vecino sueco y le pregunté si él había colgado la prenda en esa casa. No, dijo, pero lo hice mucho en Suecia. Al tercer día regresé al sitio, y allí seguía el sweater. Al cuarto, igual. Intrigado, toqué el timbre de la casa. Salió un señor mayor, que me dijo que ignoraba de quién era el sweater, y que los jóvenes andaban cada vez más irresponsables con las cosas excepto el celular. En fin, masculló, y volvió a casa sacudiendo la cabeza.
Al quinto día el sweater había desaparecido. Volví a consultar al caballero. Como siempre, aquí nadie vio nada, me contó. Pensé que a lo mejor había optado por apropiárselo en la noche. A propósito, agregó, ¿y por qué anda tan preocupado por un sweater que ni siquiera se llevó? Le expliqué emocionado mi teoría sobre la metamorfosis chilenensis, y él me dijo: Voy a advertirle una sola cosa, amigo: búsquese mejor otro pretexto para venir a averiguar si hay alguien en esta casa. No nací ayer.
No, no nacimos ayer ni tampoco somos los suecos del continente.