LA TRIBUNA DEL LECTOR El descontento democrático
POR FERNÁN RIOSECO, ACADÉMICO DE LA UNIVERSIDAD DE VALPARAÍSO
En la década de los 90 del siglo pasado, un coro de académicos e intelectuales auguraban un futuro esplendoroso para la democracia liberal y el modelo económico que hizo próspero a los Estados Unidos de América. El ensayo de Fukuyama El fin de la historia y el último hombre (que abusa en el título de ideas de filósofos tan disímiles como Hegel y Nietzsche), sirvió como manual de cabecera para muchos políticos ansiosos por comprender el nuevo posicionamiento mundial después del fin de la guerra fría y la debacle de los socialismos reales.
Hubo, sin embargo, algunas voces disidentes o, cuando menos, escépticas.
Una de ellas fue la del filósofo Michael Sandel, cuyo libro El descontento democrático, publicado en 1996, deja entrever de manera profética varios de los males que aquejan a las sociedades actuales y que, entonces, estaban ocultos, pero latentes; silenciados por la euforia de una nueva época dorada para la humanidad.
El tiempo, ese árbitro implacable, terminó por darle la razón a Sandel. En las democracias occidentales es notorio el descontento (el malestar, diría el Freud de El malestar en la cultura), no con la democracia en tanto forma de gobierno, sino con su funcionamiento. Esta distinción, casi pueril, es clave para comprender la insatisfacción ciudadana con la democracia.
Emulando a Bodino y su distinción entre el poder y su ejercicio, Sandel parte de un axioma: la democracia es la mejor (o la menos mala) de las formas de gobierno. Su problema -sugiere Sandel- es algo que Tocqueville ya había observado en el siglo XIX con las democracias reales de Europa y Estados Unidos. La democracia no es sólo un régimen político, sino una forma de ser de la sociedad. En cuanto estado social, la democracia no sólo depende de formas y estructuras jurídicas, sino también (y decisivamente) de los hechos.
Un sistema democrático se mantiene vigente no tanto por la voluntad racional de los ciudadanos de permanecer unidos, sino gracias a un acuerdo tácito y más bien instintivo, resultado de la similitud de opiniones y, sobre todo, de sentimientos compartidos entre los miembros del grupo. Es lo que el segundo Wittgenstein llama "formas de vida", las que subyacen al seguimiento de reglas y al lenguaje que comparte la comunidad.
En esto último, dice Sandel, reside el error de la izquierda democrática: pensando que ciertos asuntos estarían anclados en el eje tradicional derecha-izquierda, se han alejado de intereses sociales relevantes como el patriotismo, la tradición, el orden, la seguridad y la idea misma de nación, concibiéndolos como enclaves supuestamente conservadores.
El desafío, para esa izquierda moderada, es entender que la democracia como forma de gobierno es sólo una meta, pero no un fin en sí misma. Mucho más importante es la cohesión del tejido social; el orden, la seguridad y la paz social; y devolver al pueblo su poder de autodeterminación.