Sebastián Piñera (1949-2024)
La muerte de la que nadie se ha librado y que a todos aguarda, lo alcanzó ayer a los setenta y cuatro años. Y si bien siempre la muerte llega a destiempo, en este caso ese rasgo se acentuó: estaba en la plenitud de su vida política, justo cuando las heridas que padeció en su último gobierno, el relativo fracaso de las cosas que en su último periodo emprendió y las ofensas que le infligieron, se estaban curando o, fiel a su carácter, estaban ya siendo sometidas a la criba del olvido.
Su vida estuvo, desde temprano, tanto por su origen familiar como por su vocación omnívora (esa que lo empujó a querer hacerlo todo), enlazada con casi el último medio siglo de la vida política de Chile. Cuando en el futuro los historiadores vuelvan la vista atrás, no podrán eludirlo y describirán sin duda su personalidad singular y el personaje político en que ella lo convirtió. Si, como se ha dicho muchas veces, las sociedades descansan su identidad en la memoria, no cabe duda de que Sebastián Piñera, ahora que su fisonomía quedó definitivamente fijada (esa es la única ventaja de la muerte, finalmente acaba el dibujo en el que cada uno consiste) será ineludible a la hora de narrar el transcurrir de las últimas cuatro décadas.
¿Qué se destacará en el debe y el haber de su existencia?
Desde luego, su compromiso irrestricto y genuino con la democracia liberal, es decir, con la idea de que el poder se legitima por la voluntad del pueblo y cuenta con límites, la idea, en suma, que es tanto un modo de generar el poder como una forma de limitarlo. Sobre eso no hay duda y tal como dijo el presidente Boric, fue un demócrata de la primera hora, cuando la derecha estaba emborrachada con la idea de que la democracia debía ser protegida. En esto no se equivocó nunca. Y si bien alguien podría decir que es lo menos que se puede esperar de un político, habría que recordar que la derecha se enemistó con la democracia liberal durante décadas y que quien logró retornarla a ella fue justamente Sebastián Piñera. Esa es por otra parte la razón de porqué la derecha solió ver en él un advenedizo o un oportunista.
Su compromiso con la idea que había límites al poder que no podían ser rebasados ni siquiera arguyendo circunstancias excepcionales, lo probó no solo en su oposición a la dictadura, sino cuando acusó a las fuerzas políticas que lo llevaron al poder de haber sido cómplices pasivos en la violación a los derechos humanos que se cometieron durante la dictadura. Por eso una de las heridas que se le infligieron, y de las que se estaba curando, fiel a su carácter resiliente antes que la muerte lo interrumpiera, fue aquella de que había ejecutado violaciones sistemáticas a los derechos humanos.
Poseyó un sentido de la eficiencia y de la rapidez que no se encuentra, a la altura que él exhibió, en otros políticos del siglo XX o del XXI. Vio la política como un plan de emprendimiento, ese fue el secreto de su éxito y la razón de sus tropiezos, y nunca abrazó el sueño de un asalto utópico, ni vio en el futuro de las sociedades alumbrar una epifanía. Esa eficiencia le permitió logros refulgentes como el control de la pandemia, el rescate de los mineros, la mejora del empleo; pero, al mismo tiempo, lo cegó frente a los aspectos culturales que configuran el tejido más íntimo de las sociedades, y como le suele ocurrir a los político exitosos de vocación omnívora, muchas veces no se detuvo en los detalles y se apresuró en el diagnóstico, como le ocurrió en octubre del 2019, al atribuirlo todo o casi todo inicialmente a una trama urdida para derrocarlo. Esa era, sabemos ahora, una verdad parcial que le impidió, cuando se aferró a ella, ver el cuadro completo y comprenderlo. Supo, sin embargo, ceder y promover un acuerdo (no por nada la democracia de los acuerdos en los inicios de la transición se debieron a su impulso) que es muchas veces una de las virtudes del político democrático: renunciar a lo que se cree para alcanzar lo que se puede.
Lo anterior -la vocación omnívora, el mundo visto como competencia- más su innegable inteligencia, explican que haya sido hasta ahora el único político de derecha que ha alcanzado el poder por dos veces en el Chile moderno. Fracasó, sin embargo, a pesar de ese logro gigantesco, en configurar de manera definitiva una derecha liberal cuyos integrantes no se sintieran deudores de la dictadura y carecieran de remilgos a la hora de condenarla. Quizá ello fue fruto de su eficiencia algo exagerada y de una inteligencia que resultaba lesiva a gentes menos talentosas, pero con su misma ambición.
Al final de su segundo mandato debió soportar, y lo hizo con una actitud que no se sabe si era estoicismo o un narcisismo irreductible, las peores ofensas. Seguramente comprendía que era el destino, en momentos turbulentos y ansiosos, de toda figura de autoridad: cumplir una función transferencial donde todos proyectan la subjetividad que de otra forma los desbordaría. Fue, por supuesto, una injusticia; pero se trató de esas injusticias que no cabe achacar a la miseria moral de nadie, sino a esas injusticias que son parte de la vida política, especialmente de alguien tan distinto al común de las gentes que ellas nunca se vieron como él y por eso al final se vengaron con injurias callejeras, cuyo dolor, con toda seguridad, el tiempo estaba aplacando hasta ayer.
Gracián observa, en El criticón, que hay gentes que no tuvieron el tiempo que merecían. Quizá sea ese el caso del expresidente Piñera. Y por eso a sus partidarios y quienes lo quisieron, que son sin duda muchos, solo les cabe esperar que si este no fue su tiempo, otro lo será.