APUNTES DESDE LA CABAÑA Sebastián Piñera: Con las botas puestas
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
¿Alguien imaginó que iba a ver un día a Sebastián Piñera como un anciano frágil, desmemoriado, lento al hablar y reaccionar, mellado por los años? ¿Alguien creyó que lo veríamos ir apagándose lentamente durante un crepúsculo interminable? Intuí que el hombre al que desde joven apodaban "locomotora", que se destacaba en Santiago, Harvard o foros internacionales por su inteligencia, memoria, vitalidad y veloces reacciones, que inspiraba por su modo de concretar proyectos, y era capaz de extenuar con su ritmo y exigencias como jefe, nunca dejaría de ser así pues estaba hecho de una voluntad, una fe y un material que lo definían existencialmente.
Convengamos en que murió en su ley, con las botas puestas: activo, vital, agradecido de la vida (la canción de Violeta la entonaba mucho), irreductible, incansable. Falleció cuando disfrutaba con los suyos como hacía mucho no tenía ocasión de hacerlo. Murió piloteando su helicóptero sobre las aguas del lago Ranco, actividad que le fascinaba, e hizo todo para que se salvaran los pasajeros que llevaba en la nave, lo que pagó con su vida. No me lo imagino reaccionando de otra forma.
Piñera vivió explorando nuevos límites y expandiéndolos. Si no hubiese entrado a la política, hubiese triplicado su hoy cuantiosa fortuna (partió con la educación y los 5.000 dólares que le legaron sus padres), pero entró a lo público porque creía que Chile podía y se merecía más y mejor. En la víspera de su muerte habló con el presidente Boric para ofrecerle la expertise de sus equipos en reconstrucción de modo que éste pudiese impulsarla en la región de Valparaíso. Hizo lo mismo antes con su exitosa campaña contra el Covid. Piñera no era rencoroso. Disfrutaba esta fase de su vida en que podía compatibilizar su pasión política con la vida familiar y las amistades, y comprobar vía encuestas que los chilenos comenzaban a tenerlo de nuevo en alta estima. Hay mandatarios que siguen creciendo después de abandonar el cargo y después de salir de este mundo. Es su caso.
"Cuando alguien vive poco tiempo, dice el mundo que se marchó demasiado temprano. Cuando alguien vive demasiado, dice el mundo que es hora de que se marche…", expresa una canción de Puhdys. El expresidente se marchó cuando aun podía aportar mucho y el país, entrampado en una etapa aciaga, lo necesita. Sí, se fue a edad (relativamente) avanzada, pero demasiado temprano.
Lo conocí 17 años atrás, cuando yo vivía en EEUU y me telefoneó para proponerme que nos reuniéramos en un punto intermedio. Me había leído. Quería hablar conmigo. Bien, dije. Propongo Miami, dijo, tengo un encuentro allá con Bill Gates en tres semanas. Bien, respondí, tengo allá citas con mi amigo el saxofonista Paquito D Rivera. Nos acompañaron nuestras esposas y conversamos durante tres días. Deseaba conocer mi visión sobre el fomento a la cultura en Chile, la política de EEUU y su relación con la región. Preguntaba como en interrogación de colegio. Fuimos a exposiciones, cafés y librerías, y el último día lo invité al legendario Versailles, restaurante del exilio cubano, ese que convirtió a Miami en la pujante ciudad actual. Era sábado, y al llegar todas las mesas estaban reservadas. Le dije al mesero que necesitaba una para "el futuro presidente de Chile" (año 2007) y funcionó porque el mesero, supongo yo, era visionario.
Piñera me impresionó por su agudeza y memoria, su afán por concretar ideas, su fe en Chile y su humor. En una librería compró infinidad de libros que iba colocando en un carro. En un café al aire libre del Ocean Drive imitó tan bien a Barak Obama y John Kennedy que los paseantes se detenían a escucharlo. Nos despedimos en la Calle Ocho y me invitó a que cuando iniciara su campaña, lo acompañara. En la campaña del 2009 recorrí con él Chile en jeep, camión y helicóptero, y en avioneta aterrizamos en una pista corta y pedregosa de Chiloé. Atraía por doquier a gente mediante un discurso que partía con bromas, transitaba a temas serios, seducía con visión de futuro y coronaba con su amor por Chile. Insistía: a los sueños hay que ponerles plazo, sin ellos son utopías.
Durante las giras internacionales en que lo acompañé como canciller fui testigo de cómo seducía a los más pintados, fuesen Trump o Xi Jing Pin, Macron o Merkel. Me enorgullecía pues argumentaba con razones, datos, sin apuntes, en español, inglés o francés, y la contraparte solía terminar agradeciendo sus reflexiones, entusiasmados con Chile. Hubo un líder del hemisferio norte que en un foro le anticipó que disponía de 15 minutos para él. ¿Para Chile quince minutos?, me comentó con sarcasmo en voz baja. La cita duró casi una hora y la contraparte agradeció su análisis. Hubo otro, también grande, advertido de cuánto calzaba Piñera que sugirió vía emisario que repartiéramos el tiempo según "el peso" de cada país. Ese día fuimos potencia mundial.
Cuando estuve como embajador en Madrid y él enfrentaba el estallido delincuencial y después la pandemia, me llamó un par de veces. Preguntaba primero por la familia, y pasaba a otras preguntas que se volvían tareas con plazo perentorio. Quería detalles: ¿Cómo ven en España a Chile? Después buscó ventiladores y vacunas. En esos días su voz resonaba vital y asertiva como siempre. Una vez colgaba, yo me preguntaba ¿cómo no le entran balas?, y agradecía me hubiese levantado el ánimo. El mandatario sitiado en La Moneda por las montoneras de la destrucción me animaba a mí, que residía en una de las ciudades más espléndidas del planeta.
Lo sabemos: Sebastián Piñera se marchó demasiado temprano, como dice la canción de Pudhys.