APUNTES DESDE LA CABAÑA
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
Cada vez que cruzo en avión el Atlántico, reservo un asiento junto a la ventanilla para contemplar el cruce de América del Sur y el posterior arribo a Europa, pero sobre todo para echarle de cuando en cuando respetuosas miradas al Océano Atlántico. Me gusta regresar de día de Madrid a Chile, porque con cielos despejados uno observa cómo la nave se eleva con su rugido sobre la magnífica capital del Reino, empalma hacia el sur, en dirección a Puerto de Palos y Sanlúcar de Barrameda, antes de descolgarse del continente y enfilar hacia el Nuevo Mundo, que ya no es nuevo ni un solo mundo ni las Indias sino un abigarrado y contradictorio universo que aun debate sobre su identidad.
En esos momentos no puedo dejar de pensar en que cada vuelo revive la travesía de Cristóbal Colón en sus carabelas -Santa María, La Pinta y La Niña-, que zarpó en 1492 del Puerto de Palos (hoy sin agua pues estas bajaron de nivel) y tardó setenta días en cruzar el Atlántico. Ahora lo hacemos en seis horas viendo películas, escuchando música, leyendo un libro o conversando mientras comemos y bebemos, cuando no vamos durmiendo. Acostumbramos a quejarnos de lo cansador del viaje, pero la verdad es que si miramos atrás, nos damos cuenta de que a nuestros antepasados -incluso a los de hace un siglo- les habría parecido imposible que un día se pudiese salvar el Gran Charco en tan poco tiempo. Pienso también en Hernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano y la primera circunvalación al mundo, que se inició en Sanlúcar de Barrameda en 1519 y terminó en el mismo puerto en 1522.
La tecnología cambia a un ritmo difícil de anticipar y rápido convierte en realidad las fantasías más locas de novelas y films de ciencia ficción. En ese sentido somos inconformistas y no agradecemos el progreso, pero en otro sentido tendemos a pecar de ingenuidad o, mejor dicho, a eludir el bulto, y eso se debe a que ese bulto nos inquieta: Si bien la tecnología cambia vertiginosa y a raudales, no cambia así el ser humano. No hay comparación entre la tecnología de hace cinco siglos con la de hoy, pero no hay mucha diferencia entre quienes viajaron en La Pinta (construida en la ciudad cantábrica de Ampuero) y los que vuelan hoy en jet. No nos diferenciamos tanto de aquellos seres de hace cinco siglos como la tecnología de hoy se diferencia de la de esa época. Podemos afirmar que como especie cambiamos demasiado lento o nos estancamos o seguiremos siendo siempre los mismos. Y leyendo a los clásicos griegos o romanos de hace dos mil años comprobamos que sus planteamientos -pienso en Epicuro, Sócrates, Aristóteles, Séneca o Marco Aurelio- pudieran difundirlos hoy ellos mismos en redes sociales y nadie diría que han perdido vigencia.
Cuando se vuela hacia América sobre Sevilla o Lisboa y se ocupa las butacas que miran al este, uno puede divisar el Estrecho de Gibraltar, que apenas separa a Europa de Africa. En ese instante pienso en dos fechas cruciales: el año 711, cuando Tarik y las fuerzas musulmanas cruzaron el estrecho para conquistar y dominar durante casi ocho siglos la península ibérica, y el año de 1492, cuando esas fuerzas fueron derrotadas, y árabes y judíos expulsados. Isabel la Católica coronó en el sur lo que el rey Pelayo inició en el norte, en Asturias, en la batalla de Covadonga, en 722. Y esa mirada desde los diez mil metros de altura no puede ignorar tampoco que el Estrecho es la zona por la cual miles de africanos intentan cada año, poniendo en riesgo sus vidas, llegar a Europa en busca de mejores horizontes. Esa migración, en gran parte irregular, genera problemas que hoy agobian a los europeos más -según indican las elecciones- que la invasión de Rusia a la cercana Ucrania.
En fin, tras dejar atrás las áridas zonas del sur de Europa y del norte de África, y cruzar el Atlántico, donde abundan las turbulencias, llegamos a Brasil, que nos deslumbra con sus playas doradas y espumosas bahías y la inmensidad del Amazonas. Desde el aire pensamos en vacaciones, carnavales, el jogo lindo, la riqueza cultural y las gigantescas dimensiones del Brasil, y en otro gran problema, uno ecológico, el futuro del pulmón del planeta. Unos exigen a Brasil frenar la tala de árboles, y del Brasil responden muchos preguntando quién resarcirá financieramente al país por renunciar a explotar sus riquezas naturales, más aun cuando muchos de los países avanzados, los más exigentes en esta materia, devastaron los recursos madereros europeos para industrializarse.
En fin, cruzar de Madrid a América a plena luz del día nos muestra extensiones infinitas y transporta a la historia, y nos plantea también problemas angustiantes y de difícil resolución. "Yo por eso prefiero tomar el vuelo de noche", me comenta un pasajero de unos sesenta años, de cabello cortado a lo cepillo, vestido con buzo deportivo y dueño de una mochila enorme. "Disfruten mejor la bella vista del día, que por la noche el panorama se torna más oscuro", apunta una amistosa aeromoza española que se interesa en nuestra conversación y se aleja sonriendo.
Y me digo que ella tiene razón y apago la pantalla con este texto que mejor terminaré en casa, y vuelvo mi vista hacia el Nuevo Mundo, que se despliega allá abajo liso, inmenso y sin fronteras, aparentemente intacto y pacífico, que me aguarda con sus desafíos, dramas, esperanzas y utopías. Opto por pedir una copa de tinto de Ribera del Duero, y al hacerlo imito tal vez sin saberlo un gesto del Almirante o de Magallanes o Elcano en la soledad de sus camarotes, cuando no sabían en lo que se metían mientras navegaban hacia terra ignota.