El deber de la Corte: cuidarse a sí misma
Es difícil exagerar la importancia de lo que ocurre en la Corte Suprema. Como es sabido, una serie de chats acusan indicios de que entre algunos jueces y ministros ha habido solicitudes para interceder o favorecer algunos nombramientos en el aparato de justicia y la Fiscalía.
Y al parecer entre los mismos integrantes del tribunal no parece haber acuerdo respecto de la forma de tratar esos incidentes.
Es razonable, desde luego, que los miembros del máximo tribunal (el que tiene la última palabra para decir qué es derecho en Chile, nada menos) tengan entre ellos discrepancias interpretativas, es decir, que muestren diferencias de criterio a la hora de precisar el sentido de las reglas o al momento de dejarse persuadir por la prueba rendida por las partes. Eso es normal en cualquier tribunal del mundo. Más aún, es probable que las discrepancias contribuyan a un mejor discernimiento de los problemas que se plantean ante la Corte.
Lo que, sin embargo, no es razonable, y debe ser más bien motivo de alerta y de preocupación pública, es que los jueces no parezcan estar de acuerdo en la conducta o actitud que demanda de ellos la función que desempeñan. Un cierta sobriedad del comportamiento y abstenerse de atender solicitudes -relativas a las labores que la ley les encomienda -como la de proveer ciertos nombramientos- fundadas en relaciones personales o sociales y menos políticas, es uno de los aspectos más básicos de las virtudes que los jueces deben homenajear (y que, de hecho, la mayor parte de ellos homenajea).
Lo que se ha sabido, sin embargo, por los chats que se han divulgado, desmiente, al menos a primera vista y de parte de algunos de esos miembros, el ejercicio de esas virtudes.
En efecto, esas conversaciones parecen mostrar que las relaciones particulares son empleadas como activos para obtener nombramientos o para promoverlos. Sobra decir cuánto afecta esto a la majestad de la judicatura. Y es que más que cualquier otro sector del estado, los jueces deben atar sus decisiones a criterios estrictamente universalistas, es decir, criterios contenidos en la ley, y hacer oídos sordos y simular ceguera respecto de lo que podríamos llamar criterios particularistas como son, desde luego, las relaciones personales o los juegos de toma y daca que estas últimas casi siempre suponen. Desde este punto de vista, y en lo que respecta a los nombramientos, el judicial debiera ser el sector más meritocrático del Estado. No se trata de que en él no se tomen en cuenta las orientaciones políticas (algo inevitable atendida la participación del Senado en el caso de la Corte Suprema), sino que se trata de que esas orientaciones no tengan más peso que las otras virtudes propias de la profesión de juez o sean más dirimentes del nombramientos que estas últimas.
En todos esos principios los jueces de la Corte debieran estar de acuerdo y antes siquiera de considerar los casos particulares que su comisión de ética ha decidido conocer, la Corte debiera explicitarlos como parte de su ethos. Se dirá que parece absurdo explicitar principios que los jueces (de quienes se espera la máxima virtud de imparcialidad) deben conocer; pero, desgraciadamente, es necesario hacerlo, puesto que vivimos tiempos en los que lo más obvio parece haberse olvidado, y la vieja pregunta de Juvenal: ¿Quis custodiet ipsos custodes? ¿Quién vigilará a los vigilantes? referida a la Corte, pone sobre ella la máxima exigencia, puesto que en su caso no cabe más que responder: ellos mismos.